Por Iván García.
Los ojos de Román Galván, 84 años, cobran vida al recordar aquellos días aciagos de octubre de 1962 cuando parecía que Cuba se borraría del mapa tras la inminente conflagración atómica entre Estados Unidos y la otrora Unión Soviética.
Cincuenta y tres años después, Galván reside en un arruinado asilo estatal de ancianos en el barrio de La Víbora, a media hora en automóvil del centro de La Habana.
“En 1962 yo era miliciano. Y en octubre me movilizaron para una unidad militar en el oriente del país. Como muchos cubanos, no tenía conciencia, de lo que era una guerra nuclear. Estaba dispuesto a morir por lo que consideraba una causa justa. Éramos jóvenes e inmaduros. Lo que decía Fidel era ley”, rememora Román.
Luego le siguieron otras guerras en el macizo montañoso del Escambray y en África. Mientras peleaba en defensa de la ideología marxista y el ego de Fidel Castro, su familia se desmembraba.
“Me separé de mi mujer, el varón está más tiempo preso que en la calle y la hembra hace rato que no sé de ella. Ni Fidel, la crisis de octubre y las otras guerras merecieron haber estado dispuesto a dar mi vida. Pero ya es tarde. Soy un viejo que tengo las horas contadas”, dice, mientras sus ojos legañosos se nublan de lágrimas.
Más de un millón de cubanos fueron movilizados en aquel otoño de 1962. Según la narrativa oficial, a propuesta de Nikita Kruschov, se emplazaron 24 plataformas de lanzamientos, 42 cohetes R-15, unas 45 ojivas nucleares, 42 bombarderos Ilyushin IL-28, un regimiento de aviones caza que incluía a 40 aeronaves MiG-21, dos divisiones soviéticas de defensa antiaérea, cuatro regimientos de infantería mecanizada y otras unidades militares, unos 47 mil soldados en total.
El código utilizado por el Kremlin para la operación secreta fue Anádir. Castro, entonces con 36 años, conocía de las consecuencias que podría afrontar con Estados Unidos por su temeraria estrategia.
El mundo vivía el apogeo de la Guerra Fría. Habían pasado 17 años de la derrota de Alemania nazi frente a las tropas aliadas. Ya se conocía del poder destructivo de las armas nucleares.
En Hiroshima y Nagasaki perdieron la vida 195 mil personas después de que el bombardero Enola Gay, ordenado por el presidente Harry Truman, lanzara dos bombas atómicas en esas ciudades japonesas.
Para 1962, el poder destructor de esas armas se multiplicaba por quince. No eran simples juguetes. Un estadista responsable debía calcular las severas consecuencias de atizar con fuego la paridad estratégica de las dos potencias atómicas de antaño.
Cuando en 1991 desapareció la URSS y se abrieron los archivos secretos de inteligencia, los analistas e historiadores pudieron comprobar la insensatez de Fidel Castro y su puesto de mando.
En cartas cruzadas con Kruschov, Castro le solicita utilizar primero el gatillo nuclear. Por aquellos días, Ernesto Che Guevara, el incendiario guerrillero argentino, escribió un artículo donde alababa la actitud del gobierno revolucionario y cuestionaba a los mandatarios soviéticos:
“Es el ejemplo escalofriante de un pueblo que está dispuesto a inmolarse atómicamente para que sus cenizas sirvan de cimiento a sociedades nuevas y que cuando se hace, sin consultarlo, un pacto por el cual se retiran los cohetes atómicos, no suspira de alivio, no da gracias por la tregua; salta a la palestra para dar su voz propia y única, su posición combatiente y su decisión de lucha aunque fuera solo”, expresaba Guevara.
Hay ingredientes de la trama de los misiles que Fidel Castro y su gabinete desconocían. Oleg Penkovski, un coronel de la inteligencia militar soviética, cuyo código para la CIA era Agent Hero, alertó a Occidente sobre la inferioridad estratégica nuclear de Moscú y de que la URSS estaba emplazando cohetes en Cuba.
A raíz esta crisis, Estados Unidos y la Unión Soviética decidieron crear una línea directa de comunicación entre la Casa Blanca y el Kremlin conocido como el ‘teléfono rojo’.
En las negociaciones posteriores que condujeron a la retirada de la fuerza de choque nuclear de Cuba, Kruschov excluyó al aventurero Fidel Castro. La Crisis de Octubre es una parábola contundente sobre la irresponsabilidad del régimen verde olivo.
Los actores protagónicos del incidente están muertos o esperando a que Dios se los lleve. Los secundarios, como Román Galván, viven sus últimos días en un desvencijado asilo de ancianos.
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