Por Alejandro Ríos.
En la película House of Gucci el miembro menos favorecido de la familia, quien por cierto murió en Londres en total pobreza, le muestra a su tío los dibujos de una colección de atuendos femeninos que deseaba lanzar bajo el legendario apellido.
Aunque la idea no resultó, Paolo Gucci le confía a su pariente que la ropa está inspirada en un viaje que había hecho a La Habana.
La gloriosa ciudad reunía todas las condiciones para ser la atracción turística de los años cuarenta y cincuenta, sin competencia, en el Caribe.
Los primeros rusos que arribaron a la capital cubana luego de 1959, cuando todavía sobrevivían los encantos urbanos, gastronómicos, culturales y sociales, pulverizados minuciosamente por el castrismo, pensaron que habían llegado al paraíso terrenal.
Es de imaginar que los más astutos de aquellos eslavos ensimismados tuvieron tiempo de reflexionar sobre el futuro ingrato que amenazaba a la bella ciudad y su gente.
El ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger, entre los primeros fellow travellers del castrismo, enseguida fue excomulgado por sus comentarios en contra del régimen.
Me viene a la mente uno de sus ensayos donde se refiere al “turismo revolucionario”, principalmente en Cuba, que disfrutaban personas afines a la dictadura, sobre todo en eventos y celebraciones que luego se transmutaban en vacaciones “todo incluido” en los mejores parajes de la isla.
En esta categoría privilegiada se incluyen intelectuales y personas de toda laya, invitados a eventos con los gastos cubiertos, y parientes de figuras políticas afines a la dictadura, como la esposa de Salvador Allende, quien tenía una reservación segura cada año en Varadero, con todo su séquito de amistades y asistentes.
Antes de fallecer, sin embargo, Hortensia Bussi de Allende se opuso a la represión castrista que fue incapaz de discernir cuando no le convenía.
Castro odiaba toda señal de capitalismo que no sirviera directamente a sus propósitos, y el turismo se fue circunscribiendo a los foráneos. Los criollos debían conformarse con un engendro inhospitalario llamado “campismo”, en diminutas cabañas, sin servicios sanitarios ni baños, algo así como unas casas de perro, cercanas a las playas menos atractivas.
El apartheid turístico cubano, una de las más indignantes legislaciones del régimen, contó con la complicidad internacional de visitantes procedentes de Europa, Canadá, algunos países de Latinoamérica y hasta de los propios Estados Unidos cada vez que se han abierto las cerradas compuertas políticas.
Resulta paradójico constatar que los rusos, otrora “hermanos socialistas”, hoy se cuentan entre los turistas que gustan de disfrutar las bondades de la geografía cubana. Sus antecesores prefiguraron la debacle que sobrevendría, pero no pudieron imaginar que sus descendientes regresarían a cotos de privilegio en la misma isla caribeña.
El dictador Fidel Castro nunca estuvo de acuerdo con dolarizar la economía y abrir renglones desvirtuados de operaciones capitalistas, pero luego de su desaparición física, la ambiciosa e inescrupulosa casta militar terminó por apoderarse totalmente del sector turístico, la fuente más segura de ingresos luego de la desaparición de los sustentos exteriores, a los cuales se había adaptado la prostituida nomenclatura gobernante.
Actualmente los nacionales pueden reservar en algunas de las principales atracciones hoteleras del país, aunque siguen siendo discriminados como turistas de cuarta categoría cuando reúnen la sustancial cantidad de dinero que necesitan para hacerlo.
Hay videos y documentales donde consta cómo los deleznables cuidadores de las propiedades militares detienen e interrogan a los cubanos, sobre todo a los de la raza negra, cuando tratan de acceder al lobby de los despampanantes hoteles abiertos en plena Ciudad de La Habana, rodeados de tugurios y solares al borde del derrumbe.
Desafortunadamente, la imagen de la película El Padrino donde Michael Corleone afronta la violencia de la rebeldía apenas transita por las calles de La Habana resulta poco menos que imposible ahora en un país agobiado por el totalitarismo, donde todos los espacios para disentir han sido coartados con ensañamiento.
En el mítico programa radial La tremenda corte, Trespatines y otros populares personajes que encarnan al cubano común se burlan humorísticamente de los turistas americanos cada vez que la oportunidad se presenta. Los visitantes foráneos del vecino norteño forman parte de la cotidianidad, son proveedores de bienes, pero no por eso mejores que los nacionales.
El sector turístico castrista es un engendro en su concepción y práctica. Para los visitantes potenciales sigue siendo la posibilidad de asomarse al “parque jurásico” comunista donde se sienten impunes y venerados.
Deben saber que forman parte de una sociedad paralela de bienestar y confort, junto a otra de carencias e injusticias, sin los derechos que ellos disfrutan en sus respectivos países.
El turismo barato y falseado tiene un alto precio moral que los hace encubridores de una longeva y cruel dictadura.
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