Por Verónica Vega.
Se puede, no es tan difícil. Siempre he sostenido que el insilio no es muy diferente al exilio y, de todos modos, los cubanos llevamos décadas asimilando la lenta corrosión del desarraigo. O más bien del desgarro, porque al hecho de habitar un país sin contribuir ni pertenecer, o conformar un número de identidad mientras se percibe la destrucción de lo que amamos sin poder siquiera reaccionar, no se le puede llamar desprendimiento. Para desprenderse hace falta un porciento de voluntad.
Ayer me acordé de mi amiga Marlene, con quien lograba evadir a duras penas aquel Período Especial que parecía entonces lo peor que me tocaría vivir en Cuba.
De pie, frente al río de bicicletas que corría junto a la línea del muro del malecón (tan simbólica, siempre la constante de lo que dividía el mundo, la alternativa del adentro y el afuera), Marlene me enseñó a coger botella, y a escapar de la realidad más sórdida, con el préstamo de la velocidad, de las sonrisas, de las mentiras. Las dos usábamos un nombre falso como protección.
Cuántas veces, para no sentir que me hundía ante aquellos largos apagones, el calor, los tenaces mosquitos, me aferré a sus sueños, que parecían tan sólidos, casi tangibles, solo por la fiereza con que se aferraba a ellos.
Ahora, que vivo a solo dos cuadras del edificio donde solía recogerla para aquellas salidas loquísimas, no me la tropiezo nunca porque cumplió cabalmente la promesa que me repitió tantas veces: «El día que me vaya de Cuba no voy a volver ni de visita».
Después de mucho tiempo coincidí con su hermana y me contó que consiguió esa visa justo cuando el miedo a no poder salir la estaba enloqueciendo. Marlene había esperado pacientemente a que Yemayá la autorizara a cruzar las aguas. Cumplió al pie de la letra todos los rituales. Entonces apareció aquel francés que le doblaba la edad, porque Jean, diplomático de 37 años, supuesto prometido del que jamás me mostró una foto, existió solo en su mente. Pero qué importa, logró lo que quería. Escapó para siempre y corrigió lo que insistía en llamar «un error geográfico».
Debe ser formidable conseguir eso: borrar a Cuba del mapa doloroso del pensamiento. Out of sight, out of mind. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Claro que borrar a Cuba viviendo en ella no es tan simple. Pero se puede, sí. Y me di cuenta de que lo estoy consiguiendo cuando mi vecina me prestó su memoria flash para que le copiara películas: «y si tienes alguna cubana, por favor, esas sí las conservo…» Me quedé atónita porque yo las evito cuidadosamente, y si me arriesgo con una el resultado es siempre un incómodo vacío.
No solo es que la realización me parece insuficiente. O que la realidad social nunca está representada y hasta la crítica más atrevida llega tambaleándose, tan rezagada. Ya fuera de contexto. Hasta las maniobras sutiles para burlar la censura me cansan. El cine cubano se parece exactamente a lo que representa: una sociedad detenida en el tiempo, o más bien paralizada.
Tanto nos hemos acostumbrado a escurrirnos continuamente, de la penuria, el miedo, las prohibiciones, de la conciencia de la penuria y las prohibiciones (y el miedo es la sustancia más recóndita, inescrutable). El camuflaje se ha vuelto natural.
La cándida sinceridad del cubano ha ido mutando a formas cada vez más sofisticadas de hipocresía. Especialmente entre los jóvenes hace tiempo se estableció la norma tácita de no hablar de lo mal que está todo. Para qué, si sus padres luchan, raspan, con tal de que ellos puedan fingir que el país en que viven es casi normal. Que es posible comer y vestirse no solo dignamente, sino hasta ser feliz.
Tanto es así que en una clase de un curso de Inglés donde participaba mi hijo, cuando el profesor pidió que describieran lo que habían hecho durante las vacaciones, casi todos los alumnos narraron viajes a Varadero. La farsa era tan evidente que el propio profesor les preguntó, molesto: «Bueno, si todos fueron a Varadero, ¿cómo es que ninguno de ustedes se encontró?».
Durante mucho tiempo esta anécdota me indignaba como la expresión más extrema de una juventud sin compromiso con la verdad ni la justicia. Pero hoy, por primera vez, me descubrí preguntándome por qué los juzgo tan duramente cuando ellos solo intentan escapar, igual que yo.
El hijo de una amiga confiesa que acumula todas las temporadas de su serie manga preferida, y luego de ocho horas en un trabajo estatal que odia, sabe que al regresar a casa tiene al menos 20 minutos de felicidad asegurada. Esos 20 minutos constituyen una vida fuera de esta isla.
Para mí también lo son las películas que veo en la laptop y hasta en el móvil (ninguna cubana y si es posible ninguna hablada en castellano), todos los lugares del mundo que luzcan y suenen distantes, donde la gente pueda construir algo sin que sea despedazado.
Y para disolver cualquier rescoldo de culpa, recuerdo que hace años, una mañana en que compartíamos con amigos en la Torre de Letras, una joven leyó un texto que empezaba diciendo: «Nací en un país que ya no existe…» Pensé que con certeza se refería a Cuba, y casi todos los presentes también. Pero no: ella había nacido en la RDA, donde sus padres cumplían entonces una misión diplomática.
Aclarado este detalle, pasé a preguntarme por qué tantas personas sentimos que Cuba ya no existe, aunque se delimite oficialmente en el mapa del mundo, y con el mismo nombre. Aunque aparezca en la Wikipedia, y alguna que otra vez en las noticias internacionales. Aunque conserve la misma bandera y su himno nacional.
Y de pronto entiendo que la imposibilidad asimilada, década tras década, termina por convertirse en renuncia y así es cuando una realidad tangible, por más brutal que nos resulte, se va volviendo difusa. La Cuba que se construiría fue solo una promesa, y nuestra participación quedó limitada (también brutalmente) a aquiescencias y vítores. Mientras, los grupos y proyectos se fueron disolviendo y la desidia ocupó el lugar de la efervescencia.
Para mayor prueba, está la misma desaparecida Torre de Letras, la desbandada continua de escritores, artistas, realizadores, que la abandonaron como un nido asaltado por enemigos.
Recuerdo aquellas casas vacías por los años ochenta, marcadas con huevos reventados contra puertas y paredes. Ahora la gente vende las viviendas precipitadamente con todo adentro (muebles, historia, objetos personales), y hasta en la basura que desborda los latones y salpica el césped puede encontrarse un álbum de fotos familiares, pisoteado y manchado por el moho de las lluvias recientes.
Y hablando de fotos, cada vez que miro una donde nos reunimos un grupo de amigos, casi todos se han ido. La imagen me golpea como esas que se ven en YouTube, de selfies tomadas inocentemente antes de la catástrofe.
Si transito la ciudad, la sensación es bastante semejante porque no encuentro a nadie relacionado con los tiempos en que creía pertenecer a un movimiento que creaba, pujaba, aspirando a generar un cambio. Y, si tropiezo con algún cómplice del pasado, nos miramos con una mezcla de extrañamiento y pudor, como los sobrevivientes de un naufragio. O de una guerra que no ha terminado. Y duele tanto que evitamos reconocernos.
Hace poco logré contactar con una amiga que perdí por años, después que emigró. Me dijo entusiasmada que había comprado en Amazon mi libro El arte de respirar, pero que no iba a leerlo, claro que no: «No leo nada que tenga que ver con Cuba porque, como debes entender, tengo que cuidar mi corazón». (No se refería a ninguna vulnerabilidad cardíaca).
Entonces, si nos quedamos solos defendiendo una nacionalidad tan volátil, como el poeta Dalton, me pregunto si Cuba solo existe en mi imaginación.
La desintegración impuesta termina asimilándose, al menos como recurso defensivo.
Hay que seguir viviendo, recorriendo las mismas calles, más rotas y vacías, con más basura desparramada, para acrecentar la sensación de omisión o de olvido; viendo cómo las nuevas generaciones inventan nuevas y más desesperadas formas de mimetismo.
Y no sé cómo, a pesar de este encarnizado proceso de desapropiación, a veces miro el mar desde mi balcón y vislumbro una línea de embarcaciones en reverso, voces triunfales, una bandera que ahora evito repetida en sucesión en el horizonte, sobre ese mar azulísimo, indiferente a tanto sufrimiento sobre, entre, o bajo sus aguas.
Esas voces, esas risas, esa felicidad que parece imposible, por momentos resulta tan vívida que pierdo por completo la noción del presente. Y qué más da, como me dijo un amigo, si te mostraron lo que viene; descansa, espera, aunque no sepas cómo ni por dónde llegará. La realidad se basta a sí misma. Ahora, y también mañana.
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