Por David Jiménez Torres.
Desde Cuba nos llegan dos hombres: un vivo y un muerto. Uno es un prisionero palestino que sale de Guantánamo y al que acoge nuestro Gobierno para que rehaga su vida en España. El otro es un preso político de la dictadura castrista, muerto de hambre y de palizas. Desconocemos el nombre de uno, para proteger su privacidad y para que pueda desarrollar aquí su vida sin problemas: del otro conocemos nombre y apellidos, porque es lo único que le queda. El uno es producto de una situación sobre la que han recaído los focos y las denuncias de todo Occidente, los mayores esfuerzos periodísticos y jurídicos, organizativos y activistas, culturales y artísticos, de millares de personas en Estados Unidos y en Europa. El otro es una víctima de una causa olvidada que nunca llegó a ser ‘cool’. Maná no le dedicará una canción.
Durante mis cuatro años de universidad en Estados Unidos presencié la organización de varios actos de concienciación pública, de charlas y coloquios y seminarios, de protestas y vigilias a favor de los presos de Guantánamo. Ni uno por Cuba. Ni uno por los presos políticos cubanos, y eso que nos cogía cerca la primavera negra del 2003. Ni Amnistía Internacional ni la Asociación de Estudiantes Latinoamericanos montaron nada, jamás. Cuando vino a dar una charla el antiguo fiscal general del Estado de Bush hijo, Alberto Gonzales, decenas de estudiantes se pasaron el día vistiendo en sus clases y en los descansos en la cafetería monos naranja como los de los detenidos de Guantánamo; centenares se manifestaron a las puertas del auditorio donde el antiguo fiscal daba su charla. No puedo contar lo que hicieron cuando vino alguien a hablar sobre los presos de Cuba, porque no vino nadie.
Uno no debería cuantificar el dolor y el sufrimiento humanos; pero el contraste entre ambos casos es apabullante. De todos los presos de Guantánamo que se declararon en huelga de hambre total o parcial, Estados Unidos no permitió que muriese ni uno. Orlando Zapata falleció tras 86 días en huelga de hambre. Si, como es lo más probable, Guantánamo cierra el año que viene, la cárcel de Bush no habrá durado ni una década. El encarcelamiento y acoso a disidentes cubanos ya dura cinco. Al palestino le espera España, y la posibilidad de rehacer su vida. A Orlando le esperaban, ayer, la tumba; hoy, el olvido.
No se debe cuantificar el dolor y el sufrimiento humanos, pero sí se deben juzgar, y muy duramente, las reacciones ante ellos. ¿Por qué ha tenido Occidente puestos todos sus focos sobre una bahía de la isla de Cuba, mientras que en el resto de esa misma isla un país entero agoniza de servidumbre y de pobreza? ¿Por qué todos los conciertos y las vigilias y las manifestaciones y los coloquios han sido dedicados a un lugar del que los prisioneros salen vivos, mientras que no ha habido más que mutismo por un lugar del que salen muertos? Guantánamo ha sido un gran error por parte del Gobierno estadounidense; por este error muchos hombres inocentes (no lo eran todos) sufrieron innecesariamente durante unos años, a cambio de muy poco. La dictadura cubana es un régimen asesino que se perpetúa desde hace varias décadas y que condena al pueblo cubano a la miseria y a la esclavitud, a cambio de nada.
La denuncia interesada de los errores de Estados Unidos, añadida al mutismo (cuando no a la complicidad directa) frente al crimen de Estado del régimen comunista no podrían sino avergonzar a sus practicantes. Descuiden que no lo hará. Los focos son suyos.
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