Por Iván García.
La revolución cubana es una antigualla. Hace agua. Tiene un valor sentimental para los nostálgicos de izquierda, quienen entre sus planes tienen ver en la tele los días finales de la burguesía capitalista y el imperialismo yanqui.
Lamentablemente, para esa izquierda radical, los tiempos han cambiado. Los obreros del primer mundo, la materia prima principal de la teoría marxista, esos tipos llenos de colesterol que en el siglo 18 vivían en chozas infestadas de ratas, ahora compran autos del año, blue jeans Levi’s e invierten parte de su dinero en acciones de la bolsa o un fondo de pensión.
Al diablo la dictadura del proletariado. La gente común y corriente de Europa, Estados Unidos o cualquier otra de las treinta naciones que funcionan con cordura y coherencia en el planeta, apuestan por la democracia y la tripartición de poderes.
El socialismo de corte marxista, con clanes de políticos rufianes que están en el poder hasta su muerte, como sucedió en Europa del Este o la URSS, hace rato que dijo adiós. No funcionó. Esa ideología fue implantada por los tanques de Stalin al término de la II Guerra Mundial.
Y la razón fundamental, porque va contra la naturaleza del hombre. En Cuba, en sus inicios, Fidel Castro vendió el discurso de una revolución humanista, nacionalista y liberal. Pero todo fue una trampa. Una estafa política, que sedujo a innumerables intelectuales del mundo, que pensaron que en la Isla se estaba gestando una nueva forma de sociedad.
Pudo Castro apostar por esa fórmula. Tenía el apoyo del 90 por ciento de la población. Pero había que instaurar reglas de juego democráticas. Elecciones, partidos de oposición, tribunales independientes, respeto a la propiedad privada y otras “necedades” en las que el comandante único no creía ni un ápice. Desde niño, él siempre pensó en grande. Cuando jugaba con soldaditos de plomo, allá en la finca de su padre en Birán, o cuando su amigo, el cocinero de la casa, le leía los partes de la guerra civil española.
Al inquieto joven Fidel Alejandro Castro Ruz, no le interesaba los intelectuales británicos, gordos y trajeados que intentaban demostrar los beneficios del liberalismo. Esos camajanes, pensaría, no han tirado un tiro. Sus héroes eran los guerreros. Alejandro Magno, Julio César o Simón Bolívar. Los de corta y clava. Los que imponen respeto a la fuerza.
Nuestro anciano comandante no tiene entre sus prioridades la democracia. Todo el que lo critica, automáticamente es “yanqui, traidor y mercenario”. Pero ésa no es una teoría creíble. En 51 años se ha acostumbrado a los aplausos y la unanimidad.
No puede entender que en su país allá cada día más personas que disienten por cabeza propia. Y la CIA o el FBI no le pasan un cheque por debajo de sus puertas. No. Simplemente están en desacuerdo con la forma en que los hermanos Castro rigen los destinos de su país. Con su caudillismo inveterado, violan hasta la propia Constitución que crearon en 1976, una vulgar copia de la Constitución soviética.
El pronóstico para el futuro de Cuba no es nada optimista. Con esa fórmula de necedad y abuso de poder aplicada por los Castro, sólo han logrado que se polaricen las opiniones de sus adversarios políticos dentro de la Isla.
El propio Fidel Castro, a raíz del asesinato de un joven opositor por parte de la dictadura de Batista, a finales de los años 50, exclamó "más que un crimen, fue una estupidez". La frase encaja a la medida en la muerte reciente del prisionero político Orlando Zapata Tamayo.
Por desesperación, quizás por tener las manos atadas, la oposición en Cuba apuesta en alto grado por el apoyo internacional, en particular de Estados Unidos y España. Es de agradecer ese respaldo. Pero los opositores debieran arremangarse las mangas y saber que las críticas de esos países hacia el régimen castrista son discursos de humo que a los pocos días se los lleva el viento.
Somos nosotros, desde Cuba, quienes debemos exigir al gobierno dar un giro hacia la democracia, los que debemos hacer valer nuestros derechos. Reclamarle a Raúl Castro que no intente dialogar con la administración de Barack Obama, sino con los cubanos que disienten.
Que Obama siga en lo suyo, que es bastante, y Zapatero que se concentre en sus zapatos. El gobierno de los Castro acusa de mercenarios a todos los que se les oponen, pero por un raro ejercicio de genuflexión, prefiere negociar con los que acusa de imperialistas, antes que con los propios cubanos, quienes en un alto por ciento critican su gestión.
Me pregunto quién está cumpliendo un rol mezquino. El tiempo no se puede detener, como desearían los hermanos Castro. Gústele o no a los gobernantes, el estado de cosa debiera cambiar. Mientras eso no suceda, el pronóstico de la situación en Cuba es impredecible. Ni contratando a Houdini. O a Walter Mercado.
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