Por Florentino Portero.
Miguel Ángel Moratinos demostró una vez más por qué goza de la confianza de Rodríguez Zapatero y no tuvo reparo en llamar al presidente Chávez para pedirle disculpas por el irresponsable comportamiento de un magistrado que, alentado por fascistas de toda condición, trata de encausar al dirigente bolivariano por su implicación en unos arreglos entre ETA y las FARC. ¿Qué se habían creído? ¿Que iba a ponerse a su servicio echando leña al fuego a unas relaciones de por sí complejas? Desde luego que no. Para eso no ha venido a este mundo quien con todo honor ostenta el récord mundial de posar sonriente con un terrorista.
¿Por qué iba a tensar una situación si de lo que se trata es de que España consolide una relación preferencial con la izquierda progresista, aquella que va más allá de las decadentes democracias burguesas, restos de un mundo a punto de sucumbir? ¿Qué sentido tendría hacerlo en el momento en el que nuestra diplomacia se está empleando a fondo, aunque sin gran fortuna, en convencer a nuestros socios europeos de que hay que dejar atrás la absurda "posición común" patrocinada por Aznar para abrir los brazos a Cuba, reconociendo su derecho a tener una vía propia hacia el progreso y la justicia social?
La coherencia es fundamental en la acción exterior. Los cambios de criterio desconciertan al resto de los Estados y merman nuestro prestigio. Desde el primer momento y en el templo por excelencia del multilateralismo, la Asamblea General de Naciones Unidas, Rodríguez Zapatero se comprometió a sacar adelante el programa estrella de su mandato: la Alianza de las Civilizaciones. Occidente debe renunciar a su petulante superioridad moral y dejar de liar con exigencias democráticas. No hay valores absolutos, todo es relativo y nosotros no somos quién para dar lecciones a nadie. Si respetamos que en el islam regímenes distintos administren como consideren oportuno los derechos humanos, ¿por qué íbamos a actuar de manera diferente en el Caribe?
Más aún. Cuando se reivindica el papel de la izquierda durante los años de la II República y la Guerra Civil, dejando atrás el azañismo vergonzante de Felipe González, ¿por qué criticar torturas carcelarias, asesinatos políticos o acuerdos entre grupos violentos? La Revolución tiene un precio. De la misma forma que desde la Memoria Histórica se lava la cara a las chekas y se cubre de estiércol a las formaciones derechistas, culpables de oponerse al legítimo avance de la izquierda, valga la redundancia, carece de sentido criticar a quien viene a hacer lo mismo al otro lado del charco.
Prejuicios reaccionarios han llevado a una idea inexacta de lo que en realidad son las FARC o ETA. Es verdad que en ocasiones su comportamiento ha sido inaceptable... pero no debemos olvidar que sólo se explica como reacción a los excesos de las oligarquías reaccionarias. La paz y el bienestar exigen generosidad de nuestra parte, facilitando su paulatina reintegración a la vida pública, cueste lo que cueste. De la misma forma que no es posible hacer una tortilla sin antes romper unos huevos, toda revolución lleva consigo excesos inevitables. Es el precio que tenemos que pagar por caminar con decisión hacia el fin de la historia.
Tanto las FARC como ETA tienen un enorme potencial, pues representan el sentir de capas sociales progresistas. Tanto en Colombia como en España están llamadas a abandonar las armas para ocupar su puesto en alianzas modernizadoras. ¿Cómo renunciar de antemano a un Gobierno de coalición con Batasuna en Vitoria, dejando atrás la antinatural alianza con el Partido Popular? El Tripartito catalán es un punto de partida, no una experiencia superada. De igual modo, el futuro de Colombia pasa por desarrollar la agenda revolucionaria desde el triunfo en las urnas.
Nuestro ministro de Asuntos Exteriores ha demostrado al mundo que las presiones reaccionarias no alterarán su política. El Gobierno está por encima de la Constitución y de los intereses nacionales. De la primera, porque representa un período vergonzante en el que la izquierda hizo concesiones inaceptables para facilitar la transición política. Del segundo, porque es una contradicción característicamente reaccionaria: nada hay más discutible que el concepto de nación cuando se refiere a España. La renovada izquierda no ha llegado a La Moncloa para realizar unas pocas reformas más o menos cosméticas. Ha llegado el momento del gran salto adelante.
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