Por Ramón Chao.
Cada vez que se veían a solas en la Radio, Severo le mostraba las nalgas. “Tengo el culo más bonito de Francia. No te lo pierdas.” Aprovechaba cualquier circunstancia para conquistarlo: Escribía artículos encomiásticos en el diario “Libération”, del que era crítico literario, sobre la traducción al francés de “El Lago de Como” y le invitaba a la fastuosa casa de campo, sita en Compiègne, que poseía el filósofo Jean Wahl, mucho mayor que él, observador estoico de los jueguecitos de su “bailarina camagüeyana”.
Cierto día de aquel tiempo, el premio Nobel Miguel Angel Asturias invitó a Ramón al estreno de su obra Torotumbo que tendría lugar en Colmar.
Salió temprano de París en tren para llegar hacia las doce a la ciudad alsaciana. Directo al hotel y en recepción ¿quién le estaba esperando? ¡Severo Sarduy! Según el cubanito, Miguel Angel Asturias le había encargado recibir a sus invitados e instalarlos en sus respectivas habitaciones. -¡Y resulta que nos toca en le misma!
Feliz como unas castañuelas, Severo le conduce al tercer piso, cámara 318 con una sola cama y vistas a la ciudad. Resulta que estaba ocupada por un apuesto muchacho italiano que desde los saludos ya hacía buenas migas con Severo. Ramón se retiró al excusado y oyó que Severo decía a su amigo por lo bajín: “No, no; este no entiende”, lo que en la jerigonza homosexual significa “no es de los nuestros”. Estaba sentado en la cama, Severo tumbado y Ramón con la mano en el picaporte dispuesto a salir.
-Quédate un rato con nosotros, no te vamos a comer.
-No puedo; quiero pasar la frontera para comprar un magnetófano UHER en Alemania.
Después de la representación bastante aburrida de “Torotumbo”, Miguel Angel Asturias invitó a una cena íntima a cinco o seis personas: su esposa Blanquita y él; Severo y su querido italiano (Enzo, se lo presentaron y el trío disimuló); Pascal, secretario de Asturias y Ramón. Al final, los dos tortolitos se fueron a su habitación, y él hubo de alquilar otra que pagó por su cuenta pero sin ningún riesgo. Podrían haber terminado ahí los conatos de Severo, mas la presencia de un recinto no digo imperturbable, sino indeciso, pareció alentarle.
Había contraído Severo la costumbre peligrosa, arriesgada y sin duda excitante, de frecuentar los retretes de la estación del Norte, situarse como a punto de orinar (el sexo en la mano) y aguardar a que algún individuo se le pusiera al lado. Era conocido en todo París este lugar de citas, y desaconsejable por la cantidad de virus, bacterias o microbios que allí se atrapaban. A Ramón lo invitaba siempre que lo veía, y este le advertía de que iba a coger por lo menos el sida.
Así fue. Pronto se dijo por todo París que Severo estaba delgado, fiebroso, andaba con calenturas sin que nadie se atreviese a pronosticar la enfermedad moderna. Y él dale que te dale:
-Chico; ayer me cogí a un camionero que la tenía como un camión. No sabes lo que te estás perdiendo.
-Andate con cuidado Severo, que te vas a coger el sida.
Poco después hubo de encamarse. Aún así le llamaba por teléfono:
-Oye chico, vamos a jugar al médico y al enfermo. Te llamo, te pido una cita urgente, vienes con bata blanca y me tomas la temperatura. Mientras tanto yo te voy desabotonando y te agarro el miembro…
-¡Qué no, Severo! ¡Que lo que vas a vas a agarrar el sida!
La última vez que se presentó en público fue en la galeria Davidov, en una exposición de Guinovart. Estaba arruinado: flaco, pálido, tembloroso sin que por ello le bajara la fogosidad. Aún le dijo a media voz:
-Quisiera entrar en ti, cabeza con cabeza, pelo con pelo, boca contra boca…
Falleció el 8 junio de 1993, y lo lloramos mucho.
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