Por Juan Cruz.
Jorge Edwards (Chile, 1931) acaba de presentar la reedición de 'Persona non grata' (Alfaguara), que en 1973 hizo saltar la convicción de la izquierda de todo el mundo de que Cuba y la cultura tenían aún una relación de porvenir. Aquí cuenta cómo ve hoy aquella inquietante experiencia diplomática en Cuba.
Acababa de caer la democracia chilena y estaba en el poder ya Augusto Pinochet; las expectativas de la izquierda aún tenían sus complacencias en la revolución cubana, a pesar de que había muchos signos de que el idilio entre los intelectuales y Fidel Castro deshacía sus costuras. En ese momento, diciembre de 1973, Jorge Edwards, diplomático chileno que había recibido el encargo de Allende de ser quien abriera la embajada de su país en La Habana, tras años de ruptura, se decidió a escribir Persona non grata, sobre su ingrata experiencia con el régimen que le recibió. El libro fue publicado por Carlos Barral y recibido con una indiferencia gélida que poco después rompieron Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, que llamó a Edwards, por este libro, "el francotirador tranquilo". Pablo Neruda (su jefe en París) le dijo que lo escribiera, "pero no lo publiques todavía, no seas ingenuo". Lo publicó y ya había muerto, entristecido, el gran poeta. En esta conversación, el autor de El inútil de la familia y premio Cervantes de Literatura, habla de su experiencia en Cuba.
"Padilla tenía ciertas ideas políticas, pero en el fondo era un poeta suelto, no formaba parte de ningún grupo. No era un disidente como los de ahora"
Castro a Edwards: "Si ustedes tienen problemas, pídanme ayuda; nosotros seremos malos para producir, pero para pelear sí que somos buenos"
"Calificar de gusano a la mitad de la población sólo porque no se esté de acuerdo contigo es muy duro; es una aberración política."
Pregunta. ¿Fue usted un ingenuo?
Respuesta. Me parece que sí, que había una dosis de ingenuidad en mí cuando fui a Cuba.
P. ¿En qué consistía?
R. Yo no conocía por dentro ese fenómeno que se llama el socialismo real y que tiene estructuras que se repiten en todas partes con diferentes matices.
P. Escribió su libro presa del desencanto. ¿Cuándo se produjo?
R. Antes de ir, ésa es la verdad. Yo era en Chile director de un grupo que se dedicaba a analizar las relaciones con todo el bloque comunista, y eso me hizo vivir la invasión de Checoslovaquia, en agosto de 1968. En los días de la invasión, yo hablaba mucho con el embajador checo, que lloraba por lo que estaba pasando. Y lo vi luego y me asombraba cómo defendía la invasión. Fidel aprobó la invasión, y yo me dije: "Pues vamos mal". Cuando me ofrecieron el cargo de encargado de negocios en Cuba, a principios de 1970, partí con un gusto un poco dubitativo.
P. ¿Había percibido usted en el 68 las circunstancias que luego complicaron su propia estancia en Cuba?
R. Sí. Yo era muy amigo del poeta Enrique Lihn. Me invitó a su casa, a una fiesta, y cuando quise hacer algún comentario me llevó a un lugar discreto. "Habla bajo". "¡Pero si es una fiesta en tu casa!". "¡La policía se mete en todo!". Las cosas que decían [el poeta] Heberto Padilla y [el novelista, autor de Paradiso] José Lezama Lima no eran tan dramáticas entonces, pero en 1970, cuando yo llegué, el clima ya estaba creado. Se había celebrado un congreso cultural, y algunos escritores lo habían dicho en voz alta: "Tenemos miedo".
P. Y ya estaba en marcha el caso Padilla. Usted dice en el libro que Padilla no era muy prudente... ¿Piensa lo mismo hoy?
R. Padilla era muy temperamental, tendía a ser escandaloso. Fidel me dijo que Padilla tenía "ciertas ambiciones...". Hablaba de ambiciones políticas. Padilla tenía ciertas ideas políticas, pero en el fondo era un poeta suelto, no formaba parte de ningún grupo. No era un disidente como los que hay ahora. Era una persona deslenguada, imprudente, muy divertido, y era un ser absolutamente solitario e inofensivo.
P. ¿Y fue usted un ingenuo al escribir el libro?
R. No tanto. Yo creí que perdí en esos tres meses y medio que estuve en Cuba mucho de la ingenuidad inicial; entendí muchos de los mecanismos y comprendí cosas que me dijo Neruda: cosas del movimiento comunista, en el que nunca milité, aunque estuve cerca... Neruda, por ejemplo, me dijo: "Mira, está muy bien estar en un hotel de Moscú, tomar copas. ¡Pero no hables, es muy peligroso!".
P. Nada más llegar se encontró usted con Castro.
R. Sí, un hombre con mucho sentido del humor, de reacciones muy rápidas, con mucho ingenio, mucha vivacidad. Pero me dio la impresión de que tenía una visión muy escéptica sobre el proceso chileno y sobre los chilenos. Me dijo: "Si yo fuera ustedes, nacionalizaría el cobre, pero el socialismo lo dejaría para después". Y después me dijo, pensando que lo nuestro pudiera desembocar en una contienda civil: "Si ustedes tienen problemas, pídanme ayuda; nosotros seremos malos para producir, pero para pelear sí que somos buenos".
P. ¿Cómo fue evolucionando su relación con Castro durante esos tres meses?
R. Comenzó con esa reunión que tuve con él después de un discurso suyo. Fue una relación simpática, divertida; al terminar le dijo a alguien que tenía al lado, del servicio de protocolo: "Consíguele la mejor casa". Pero las cosas se fueron complicando, con él o sin él. Porque yo hablaba con gente de todos los lados. Y cuando llega a La Habana el buque Esmeralda, de nuestra Armada, ya la relación era bastante molesta.
P. ¿Qué pasó en el barco?
R. Me llamaron para decir que Fidel quería ir a la recepción que daba el capitán a las autoridades cubanas, y que para ello tenían que inspeccionar el barco. El capitán se negó; el barco es territorio chileno, él es la máxima autoridad, que inspeccionen el muelle si quieren, el muelle es cubano... Puede ir Fidel con su gente, pero no pueden ir armados. Y Fidel acude con 10 tipos que llevan unos pistolones impresionantes. Y entran. Cuando pasan por el guardarropa, un marinero le pide a Fidel la gorra. "Su gorra, comandante", y Fidel le entrega la gorra, y el chico le da un número. Fidel nos mira, sonriente: "Me tocó el 83", y nos muestra el número. La situación era muy tensa. Luego, Fidel fue al camarote del capitán, y éste impidió la entrada de la escolta de los pistolones.
P. Y tuvo usted luego la última conversación con Castro, la despedida...
R. No fue una conversación, fue un reproche. Fidel me acusó de haber sido hostil a la revolución. Yo le expliqué mi postura: muchos en Chile piensan que la solución para mi país es esto. Y yo creo que no: Chile tiene una tradición política en la que no casa lo que sucede en Cuba. Eso no le gustó nada. Y al final, cuando se cerraba la puerta, yo le veía la cara aún, y entonces se levantó, se acercó y me dijo: "¿Sabe lo que me ha sorprendido de esta conversación?". "¿Qué cosa, primer ministro?". "Su tranquilidad". Y cerró la puerta.
P. Él esperaba que usted estuviera asustado.
R. Él esperaba que yo me cagara entero. Cuando le conté eso a Luis Corvalán, el secretario general del Partido Comunista chileno, me dijo: "Ésa es la flema chilena". Y me contó historias de militantes comunistas que fueron contratados como economistas en los comienzos de la revolución... Tuvieron problemas con Fidel. Uno le dijo que su sistema agrícola y su política ganadera eran malos; Fidel lo paseaba por el campo, y aún así el economista seguía en sus trece, y Castro lo echó de mala manera...
P. ¿En qué se basó para declararle persona non grata?
R. Es una metáfora, él nunca hizo esa declaración; es cierto que en una reunión en Casa de las Américas se evocó ese término, en mi contra... Lo que él me reprochó fue que fuera amigo de los escritores disidentes que según él eran enemigos suyos. Me acusaba de haberme acercado a un foco de disidencia. Pero él mismo dice: "Pero también a los otros". Porque yo, en efecto, me reunía con Nicolás Guillén, con Roberto Fernández Retamar...
P. ¿Qué decían los escritores?
R. Hablaban de la megalomanía de Fidel. Cuando hablaban de él, nunca decían su nombre. Se tocaban la barba. En una fiesta, cuando ya me estoy despidiendo, en el cumpleaños de Pablo Armando Fernández, Lezama se inclina a mi oído y me dice: "¿Usted ya se ha dado cuenta de lo que pasa aquí?". Le dije que sí. "¿Y se da cuenta de que nos morimos de hambre?". El hambre de Lezama era una cosa pantagruélica... Me dijo: "Es de esperar que ustedes en Chile sean más prudentes".
P. Muchos se han ido, otros han vuelto.
R. Se fue César Leante, que era castrista cuando estaba allí... Se murió Lezama Lima, se fue Padilla, y después se murió. Yo creo que Padilla se fue muy quebrado por dentro, era un tipo angustiado, bebía mucho; se quedó Pablo Armando; se murió allí Pepe Rodríguez Feo, se quedó Miguel Barnett..., se fue y volvió Lisandro Otero, que era el oponente de Padilla. El ambiente entre lo que podríamos llamar escritores oficiales y no oficiales era pésimo, se trataban mal, se insultaban, no se querían nada... Y el ambiente entre los disidentes era muy bueno, eran muy amigos. Algunos cambiaron, y algunos de los que eran disidentes se hicieron oficialistas, y se fueron y volvieron... Guillermo Cabrera Infante, a quien yo quise mucho, se fue mucho antes; por él y por muchos como él me alegré de haber escrito este libro.
P. Qué mundo aquél.
R. Ahora bien, qué divertido también. Gente muy ingeniosa, muy fina, con una cultura estética bien refinada.
P. Así que también lo pasó bien.
R. Mucho. Neruda me hizo conocer a Enrique Labrador Ruiz, un poeta que no había firmado una carta en la que, en 1966, muchos escritores cubanos lo habían repudiado por haber ido a un congreso del Pen Club en Nueva York... A Labrador lo tenían por reaccionario; nos reíamos mucho, siempre tenía gente extraña en su casa. Un día llevé dos botellas de whisky y nos las tomamos entre tres, y luego le llevé tres, y también nos las acabamos entre tres...
P. ¿Cómo fue el último día?
R. Muy tenso. Me habían llevado a pasear, con mis maletas; me tenían que mostrar algo importante, y lo que en realidad me mostraron fue un balneario absurdo lleno de caimanes, y me hicieron navegar entre ellos. ¡Pensé si me querían tirar a los caimanes! Después volvimos a La Habana a doscientos kilómetros por hora... Yo había estado hablando días antes con Heberto Padilla, y ya Heberto estaba preso, y ese paseo entre los caimanes se produce con Heberto ya en la cárcel. Cuando estoy en el hotel es cuando me llaman y me llevan a un lugar donde hay un montón de soldados con metralleta. Fidel me esperaba. Ahí se produce la conversación final, la despedida.
P. Neruda le dijo que no lo publicara. ¿Por qué lo hizo?
R. Creía que se iba a armar la gorda en Chile, pero pensé que era bueno que se supieran estas cosas... Luego sucedió lo que sucedió, cayó Allende. Yo quería que el libro saliera con la Unidad Popular en el poder, y lo había entregado en mayo de 1973 a Carlos Barral. Cuando salió a finales de año, le añadí un prólogo, que era un ataque a Pinochet. El libro iba a quedar censurado por los dos lados. Un escritor tiene derecho a publicar sus libros.
P. ¿Con qué ánimo lo ve ahora?
R. El pasado, la historia. En el libro hay tres países: Cuba, Chile y España. España ha cambiado de manera espectacular. Como Chile, Cuba no ha cambiado. Es la máquina del tiempo.
P. ¿Se escribiría hoy igual Persona non grata en ese país que no cambia?
R. Parecido, quizá. Lo escribí por solidaridad con muchos que se quedaron, que se fueron, que han muerto. Calificar de gusano a la mitad de la población sólo porque no se esté de acuerdo contigo es muy duro; es una aberración política, y eso es lo que sigo diciendo... Dicen que aún es el libro más detestado por Fidel. ¡Treinta años detestando un libro! El segundo es Los guerrilleros del poder, de K. S. Karol. Todo según un periodista norteamericano.
P. ¿Fidel es para usted pasado?
R. Para mí es pasado, y para él también. Pero se aferrará al poder hasta que pueda.
P. ¿Qué tal se portó Allende?
R. Se portó mal porque no quiso escucharme, y quería sancionarme por haberme peleado con Fidel... Era un apasionado de Fidel; no quería llegar a tanto como Fidel, pero quería llevarse bien con él.
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