Por Carlos Manuel Álvarez.
Las caras públicas de la comunidad cubanoamericana de Miami, y también muchos ciudadanos, o residentes que están en vías de serlo, o tarjeteros con órdenes de deportación, se preguntan alarmados cómo llegan a la ciudad, todo el tiempo, tantos periodistas, funcionarios de rango y hasta militares o policías del castrismo. ¿Y adónde se supone que iban a llegar? Acuden al lugar al que pertenecen. Miami, lo que a bote pronto entendemos por tal, es la capital en negativo del castrismo, algo gracioso y trágico y patético a un tiempo, un enclave modulado por los procedimientos elementales de esa doctrina, el enemigo necesario. Gritería, conservadurismo mesiánico y fanatismo express, debilidad por las consignas, vigilancia perezosa y chivatería barata cuyas víctimas, la mayor parte de las veces injustificadas, sufren una especie de acoso y descrédito mediático por unos pocos días, hasta que la legión de influencers chillones y reporteros soñolientos de la provincia Oposición Butaca escoge un nuevo punto de atención. Cabe decir también que muchos de esos periodistas, funcionarios de rango, militares y policías recién llegados van a sumarse, luego de un tiempo prudencial, cuando ya nadie se acuerde de quiénes son, y hasta ellos mismos lo olviden, a las filas de los que saltan alarmados con el arribo de sus semejantes. Se trata de una operación típica del converso, que milita con más ardor que nadie en la obediencia del presente porque intenta borrar con histeria la mancha de su pasado.
Miami está repleta de gente que restriega su vida para blanquearla y que, mientras más la restriegan, más la ensucian. Los que el miércoles iban a Cuba, el jueves dicen que nadie puede ir. Los que migraron, piden que cierren la frontera. Los que jamás enfrentaron siquiera a la logopeda de la primaria, exigen que la gente se tire a la calle de inmediato a coger palos y calabozo, solo para que ellos, desde Kendall o Hialeah, puedan seguir teniendo a quien defender. El otro pone el cuerpo, yo hablo por él. Nadie debe romper ese contrato de lucha a muerte -muerte ajena- contra el comunismo. Hay algo extremadamente irónico en el hecho de que Miami sea considerada un bastión de resistencia contra las ideologías totalitarias y que establezca esa resistencia justo con los métodos que dice detestar.
La ciudad es una parodia. El batallón de seguidores cubanos de Trump va por ahí husmeando el aroma comunista de los cuerpos, preguntándose alarmado, con el ceño fruncido, fingiendo mano dura, de dónde viene ese mal olor, quién se nos infiltró ahora. ¡Pero ese olor viene de ellos mismos! Recuerdan a un perro mareado y estúpido tratando de morderse su propia cola. Como el castrismo es en realidad una máquina de producir fachas, esta cuadrilla va contra el aborto y los negros, a favor de las armas y la cacería de brujas, y pregona una altura moral que ellos mismos, con honores y redobles de tambor, se han otorgado. Ven el comunismo en todas partes y no lo dejan morir en paz, porque en realidad son los guardianes del comunismo. Representan un poco también esos niños medio retardados que el resto de los muchachos no sabía qué hacer con ellos, y de repente les decían: «Quédate acá en esta esquina y vigila que nadie pase, es de suma importancia tu tarea». Pero la tarea no tenía importancia alguna, esa esquina no le interesaba a nadie, y los muchachos se iban a otra parte a seguir su juego. Así le hizo el hombre blanco gringo a los furibundos cubanos republicanos de Miami cuando los puso a custodiar el cadáver insepulto de la Guerra Fría. Es una ficción que se justifica a sí misma y que va a caerse como un castillo de naipes el día que alguien diga lo que todos piensan. Se trata de una conspiración ilusoria, una deformación del rostro de la ciudad que, sin embargo, sigue generando dinero, poder económico. En cuanto los ciudadanos, la historia o el hartazgo común decidan desmontar la carpa, muchos negocios políticos van a caer. Miami no va a arribar plenamente a la posibilidad moderna del capital hasta que no se sacuda ese fardo y esa bulla sorda.
Sin embargo, hay otro Miami, generoso e inclusivo, que serpentea vibrante por debajo de su caricatura. Me atrevo a decir que es un Miami mayoritario, un Miami que trabaja la condición de exilio desde la memoria imaginativa y la pertenencia a los circuitos de vida posnacionales, entendiendo la cultura como una puerta de entrada a los demás, no como un feudo particular o excluyente. He presentado mis libros dos veces en ese Miami. La última ocasión fue la semana pasada. A pesar de haber presentado libros muchas veces, en muchos lugares, nunca me ha sobrecogido tanto ninguna presentación como las que hice en Coral Gables. Una en una iglesia protestante, otra en la exquisita librería Books & Books. Me pregunto cuándo ese Miami, en el que he percibido tantas tendencias políticas, pero en ningún caso la sombra del castrismo, va a tomar las riendas políticas de la comunidad. ¿Nunca? ¿Pronto? ¿Va a suceder? Ahí ubico desde mi amigo el diseñador Alejandro Barreras hasta el arquitecto Rafael Fornés. Uno vota demócrata, otro apoya a Trump. Creo que nadie sabe más de Miami que ellos dos, y ambos son, simplemente, una fiesta de la curiosidad y las ideas.
Para que entendamos esta relación especular entre Miami y La Habana, ciudad de fondo no mencionada cuyo fantasma ronda incesante el sur de la Florida, podemos tomar el caso de los opositores políticos que llegan al exilio. Son individuos que, lamentablemente, pierden de inmediato su singularidad. Los someten a un proceso de homologación, de homogenización. Lo que una dictadura hace es dictar, ponerte en la boca lo que tienes que decir. En Cuba, el opositor político es alguien que gana su libertad. En Miami, ese mismo opositor suele perderla. En Cuba, el ciudadano que no decide confrontar, en un sentido o en otro, al poder visible, vive con palabras ajenas en la boca. En Miami es al revés, justo el ciudadano que se aparta de la discusión costumbrista sobre el régimen cubano es quien se convierte en un sujeto libre, quien construye su lenguaje particular.
Ese dictado del exilio, ¿en qué consiste? Como todo discurso totalizante, no es un discurso difícil, sino profundamente didáctico. Funciona a través de unas pocas palabras o símbolos claves. La bandera gringa extendida a tus espaldas; el reconocimiento de que eres invariablemente de derecha, sepas o no lo que eso quiere decir; la renuncia a casi cualquier debate o propuesta que amplifique los métodos de denuncia o de participación cívica; la acusación frívola, que cae sobre cualquiera que no nos guste, o que se salga del guion establecido, de agente de la policía castrista, utilizando para ello la misma fantasía deductiva con la que los verdaderos agentes de la policía castrista te acusaban en Cuba de trabajar para la CIA. Por último, el aprendizaje del latiguillo que agradece vivir en tierras de libertad, cuando la libertad nunca está en la tierra, sino en el aire. Hace poco, una joven opositora recién llegada al exilio dijo en un programa de streaming que ella era de centroderecha. Quizá sea verdad, pero, independientemente de que lo sea, me pareció una respuesta muy sintomática, tan triste como risible. Soy lo que ustedes quieren que sea, pero no tanto, déjenme un pedacito de lo que fui. Había alguien ahí que no quería aceptar completamente la palabra que Miami le estaba poniendo en la boca, pero que tampoco iba a rebelarse contra aquel procedimiento. Su breve desvío revelaba toda la operación traumática que descansa tras los convencimientos políticos del exilio aparentemente plural o diverso. Muchos emigrados parecen asombrarse ahora de que artistas como Gente de Zona, o tantas otras figuras pop del momento, no se muestren tan combativos contra la dictadura cubana como ellos suponían o hubiesen querido. Pero ¡qué esperaban!, si consiguieron esas adiciones a golpe de amenazas y chantaje económico, entre buylling y boicots. La simulación a veces se olvida; nadie puede fingir tanto como pretende aquel que te ha reclutado y te ha impuesto sus convicciones sin permitirte entenderlas.
Aun así, la otra Miami, la que yo habito, parece cada vez más pujante. Cualquier día el verdadero territorio emocional de la ciudad va a ocupar sin permiso el mapa que le corresponde.
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