Por Iván García.
Edificio en la Habana Vieja.
Una mancha húmeda cubre la pared posterior de la ruinosa dependencia estatal. Apilados en el piso, una montaña de carpetas atadas con un cordón rojo entorpece el paso de los empleados hasta el archivo metálico, atestado de expedientes, ubicado en el fondo del local.
En las paredes laterales de la oficina, encima de una tabla curvada por el peso de tantos documentos, más papeles. Un viejo fax reemplaza a la secretaria que atiende el teléfono. Tras el saludo inicial, una voz grabada te invita a dejar los recados tras el pitido de la contestadora.
“Nadie revisa los mensajes. Cuando me voy por la tarde los borro todos”, confiesa un tipo con aspecto lombrosiano que es custodio del lugar. Afuera, bajo una pertinaz llovizna, una cola de casi veinte personas esperan por ser atendidos en la OFICODA.
¿Qué rayos es eso?, se preguntará cualquier lector ajeno a las anacrónicas organizaciones de la Cuba comunista. Les explico. La OFICODA, fundada en julio de 1963, es la institución que administra libreta de racionamiento de alimentos creada en marzo de 1962 por Fidel Castro.
“Me acuerdo que Fidel entonces dijo que la libreta sería provisional. Y ya llevamos seis décadas con ella”, comenta un señor de 80 años que aguarda en la cola para darle de baja de la libreta a su nieta que emigró a Estados Unidos. “Antes la libreta tenía un montón de hojas. A precios subsidiados te vendían una gama de productos como leche condesada, carne de res y pescado, hace años perdidos ”, explica.
La añoranza irrumpe en algunas personas que hacen la cola. “¿Se acuerdan de aquellas latas de jamón del diablo que daban los 26 de julio? ¿Y las cinco cajas de cerveza en las fiesta de quince? ¿Y la carne de res, que nos tocaba media libra per cápita cada nueve días?”, interpela una señora.
La gente empieza a hablar de comida. Casi todos en la cola son de la tercera edad. “Estábamos mal, pero el huevo, la leche y el yogurt eran por la libre en los 80. Fíjate si sobraban los huevos que en los actos de repudio se los tiraban a los que se iban por el Mariel”, dice un anciano. Otro recuerda los más de veinte sabores de helado que se vendían en Coppelia. Una mujer canosa cuenta que antes de 1959, un pan con frita costaba 10 centavos y un pan con bistec, con cebolla y papitas fritas valía 15 centavos.
“Es el típico síndrome de Estocolmo. De aquellos tiempos que vestíamos como mamarrachos y teníamos apagones de tres o cuatro veces a la semana, la gente intenta rescatar lo más potable. Pero la verdad que Cuba, después que llegó Fidel, siempre ha estado mal”, expresa en voz baja un hombe de mediana edad que en un bolso lleva dos libras de pan.
Cuando abre la oficina, una mulata desaliñada aclara que atenderán solo a doce personas. “Tienen prioridad los que se van dar de baja. No estamos dando de alta porque no tenemos material para entregar libretas nuevas. Y por falta de personal, estamos laborando hasta las once de la mañana”. Se arma un barullo en la cola. Por gusto. El capataz de la OFICODA no cede. El custodio alerta: “Ella cuidaba presas en Manto Negro (cárcel de mujeres) y tiene malas pulgas”. Aunque con dinero por debajo de la mesa las cosas cambian.
La pobreza sistémica de Cuba ha engendrado una colección de herramientas administrativas, en un intento por implementar la igualdad ciudadana. No solo la comida siempre ha estado racionada. También lo estuvieron la ropa, el calzado y los juguetes, durante los años que estuvo vigente la ‘libreta de productos industriales’. Ropa y calzado de baja calidad producida en el país. No existía moda femenina ni masculina. Los hombre vestíamos camisas de raya, pantalón marca Jiqui y unos horribles mocasines plásticos diseñados por un sádico funcionario.
Los niños de uno a trece años tenían derecho a tres juguetes: básico, no básico y adicional. Se hacía una lista. A quienes les tocaba comprar el primer día alcanzaban algunas de las pacotillas importadas de occidente. Los del último día tenían que conformarse con un juego de yaquis o parchís, un guante y una pelota.
Cuando el régimen vende el discurso de ‘aquellos años felices’, donde en los mercados había latas de col rellenas con arroz, embutidos y vinos procedentes de los antiguos países socialistas de Europa, Daniel, 65 años, pediatra, considera que es una burla al pueblo. “Porque desde que tengo uso de razón, en Cuba siempre falta algo. No te voy a hablar de libertades políticas, pues ya estábamos adoctrinados. No había internet ni veíamos canales extranjeros de televisión. Lo que decía Fidel era ley. Nos engañaron muchos años. Ese tiempo perdido jamás lo recuperaremos”.
Frank, 76 años, jubilado del MININT, durante quince años fue chofer del general Enrique Lussón, que posteriormente fuera ministro de transporte. «En su casa encontrabas cosas que solo habías visto en películas. Residencias con piscina y televisores traídos de Japón o Estados Unidos. Esos mayimbes trajeron a Cuba las primeras computadoras, videocaseteras y unos equipos de música que te dejaban con la boca abierta”.
“Todos ellos y sus parientes vestían pitusas Levi’s y les gustaba ponerse gafas Ray Ban. Comían mariscos, cordero, pescado de calidad y sazonaban las ensaladas con aceite de oliva español. Mientras por decreto el pueblo no celebraba las navidades, diariamente comía bazofia y vivía en apartamentos chapuceros construidos por microbrigadas, ‘nuestros líderes’ residían en mansiones de la otrora burguesía cubana y tenían amantes a las cuales les regalaban autos y pisos en el Vedado. Con la comida que sobraba en casa de Lussón alimenté a mi familia varios años. Desde esa época me di cuenta que este sistema es una estafa para engañar incautos”, opina el jubilado del MININT.
La crisis sistémica que se vive en Cuba no comenzó en 2019. La larga marcha por el desierto arrancó en enero de 1959. Con pequeñas etapas que pueden parecer oasis gracias al multimillonario subsidio de la desaparecida URSS, que triplicó al Plan Marshall de Estados Unidos a Europa Occidental y posteriormente a los petrodólares de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.
El legado del castrismo está marcado por el fracaso. Incluso sus cacareados logros, como una educación altamente doctrinaria y la cobertura universal de salud pública, en estos momentos en franco declive.
La marca Cuba siempre fue la producción azucarera. Fidel Castro la sepultó a golpe de voluntarismo y decisiones erróneas cuando ordenó cerrar más de cien ingenios. El país que fue ‘la azucarera del mundo’ tiene que importar azúcar para completar la magra ración de cinco libras por persona que se entrega a la población por la libreta de racionamiento.
Un cubano que no reciba dólares de Estados Unidos, no sea emprendedor privado, no robe en su puesto de trabajo o no participe en negocios considerados ilegales por el régimen, pasará hambre y vivirá en la indigencia.
La honestidad y los buenos modales cada vez más brillan por su ausencia entre los cubanos. La chabacanería, hablar gritando con palabras soeces y en un lenguaje incompresible es la tendencia. El engaño y la simulación forman parte del comportamiento habitual de un amplio sector de compatriotasm dentro y fuera de la isla. La crisis de valores es aún más profunda que la crisis económica.
La delación ciudadana se ha convertido en un arte. Recuperar el civismo y las buenas costumbres demorará tiempo. El mayor éxito del régimen ha sido arruinar las ciudades, enajenar a los ciudadanos y socializar la miseria. Su letal ineficiencia ha logrado hundir al país al nivel de Haití o Burundi. El castrismo como filosofía política debiera ser proscrito. En el futuro, nadie lo va extrañar.
0 comments:
Publicar un comentario