Por Iván García.
Hace 28 años, cuando me inicié en el periodismo independiente, la mayoría de los artículos que entonces se escribían eran de opinión, describiendo las reiteradas violaciones de los derechos humanos por parte de la dictadura castrista.
Una parte importante de los opositores de finales del siglo XX eran intelectuales de valía. La autocracia verde olivo no pudo acusarlos de pertenecer a una élite burguesa o ser dueños de propiedades, simplemente porque aquellos primeros disidentes como Ricardo Bofill, Elizardo Sánchez, Gustavo Arcos Bergnes, Jorge Bacallao, Martha Frayde, Vladimiro Roca, Félix Bonne Carcassés, René Gómez Manzano, Martha Beatriz Roque, Arnaldo Ramos, Oscar Elías Biscet y Manuel Cuesta Morúa, entre otros, en algún momento apoyaron al proceso u ocuparon puestos relevantes en instituciones del régimen.
Igual entre los escritores, poetas y periodistas independientes igual. Desde Rolando Cartaya, María Elena Cruz Varela, Raúl Rivero y Tania Quintero hasta Jorge Olivera, Iria González Rodiles, Mercedes Moreno y Tania Díaz-Castro, habían trabajado en medios oficialistas.
Fue una ruptura valiente. La mayoría ya eran profesionales reconocidos. El camino más fácil era seguir simulando que apoyaban al régimen, ocupar un cargo que les permitiera viajar al extranjero y obtener prebendas del Estado como una casa o un auto de la era soviética.
Optaron por ser las voces del cambio. Y eso tuvo un alto costo personal y social. Cumplieron sanciones penales o un día sí y otro también eran detenidos por la policía política. Sus amigos y algunos parientes dejaron de hablarles. Sufrieron linchamientos verbales, golpizas y calumnias personales. Eran parias para la sociedad. Fueron tildados de mercenarios, traidores y lamebotas.
La oposición al régimen totalitario de Fidel Castro es una historia aún por contar. Miles de compatriotas de todos los estratos sociales han sufrido cárcel y represión. Otros fueron fusilados en juicios sumarios o murieron en una mazmorra de la Cuba profunda.
Los que se enfrentaron con las armas fueron derrotados por el castrismo. El gran mérito de la oposición pacífica en la Isla es que no ha podido ser doblegada. Dividida, acosada y ninguneada sigue ahí. Emigran unos, envejecen y mueren otros, pero el activismo disidente se refunda. No son conocidos en la calle, no tienen espacio en los medios y constantemente son descalificados por el aparato de propaganda del partido comunista.
Se puede estar de acuerdo o no con la disidencia y decir que nunca ha tenido poder de convocatoria, que no pocas veces los egos y rivalidades personales han sido su mayor enemigo o que no han sabido conectar con el cubano de a pie, que pide a gritos reformas políticas y económicas.
Pero la oposición demócrata en Cuba tiene sus éxitos silenciosos. Cada una de las tímidas reformas emprendidas por el régimen, ya sea el derecho a viajar al extranjero, la compra y venta de casas y automóviles, rentar la habitación de un hotel, el acceso a internet y la autorización de negocios privados, siempre formó parte de los reclamos de la disidencia local cuando ninguna institución o medio estatal se atrevió a exigir esos cambios.
Muchos opositores han emigrado. Otros esperan la muerte asolados por el hambre y la demencia senil sin siquiera cobrar una pensión. Algunos, como el académico Manuel Cuesta Morúa, la economista Martha Beatriz Roque Cabello y Oscar Elías Biscet sobreviven en la boca del lobo. Otros como José Daniel Ferrer, Sahily Navarro y su padre Félix Navarro cumplen injustas sanciones penales.
La disidencia en la Isla se ha reconfigurado. Se ha pasado de pequeños grupos de activistas que fundaban partidos y asociaciones con pocos afiliados a una auténtica revolución ciudadana. En Cuba muchas cosas han cambiado. Cuando me inicié como reportero en diciembre de 1995, la gente tenía miedo contar sus historias. Ahora no. En las esquinas de los barrios, taxis colectivos y por las redes sociales, los ciudadanos descargan sus frustraciones.
Muchos disidentes, activistas y periodistas independientes han emigrado, pero han surgido cientos de comunicadores y opositores por cuenta propia, como les gusta llamarse, quienes con sus celulares graban las precarias condiciones donde estudian sus hijos, las montañas de basura que proliferan en la ciudad o hacen una directa por Facebook y denuncian las arbitrariedades de funcionarios del Estado.
La mayoría de nuestros compatriotas se han rebelado y critican abiertamente que Cuba es un Estado fallido. En la calle cualquiera se burla del presidente designado. Las quejas han pasado de pedir electricidad, agua potable y comida a desear cambios políticos. La gente está hasta el gorro de la crápula que gobierna el país. Ocho de cada diez cubanos, y estoy siendo conservador, quieren cambios ya.
Es un movimiento social espontáneo. La ira está a flor de piel. Decenas de taxistas particulares, agobiados por la falta de combustible y el acoso de inspectores estatales, planifican huelgas cuando las autoridades los hostigan. Gran número de emprendedores privados creyeron que si no se pronunciaban sobre temas políticos, el gobierno no los molestaría. Ahora, tras el acoso gubernamental, acusan con duros términos a los culpables de que muchos negocios hayan cerrado.
Lo mismo una actriz, un deportista e incluso un militar de menor rango, abiertamente se queja del gobierno. Las dudas y esa pizca de miedo que todavía subyace en la mente de gran parte de los cubanos, se activa cuando usted le pregunta qué se puede hacer para cambiar el panorama político. Casi todos coinciden que las protestas son el camino. “Pero tienen que ser multitudinarias, más grandes que las del 11J, pues no creo que cuando el ejército vea un millón o dos millones de personas en las calles, le vayan a disparar al pueblo. Para que nos tomen en cuenta tenemos que salir masivamente. El problema es que nadie quiere ser el primero”, confesó el dueño de un bar.
El régimen sabe que el descontento popular es como la lija en una caja de fósforos, que al menor roce se puede pender. Y para intimidar a los cubanos aplica sanciones ejemplarizantes a los que salen a protestar en sus barriadas y en las redes sociales.
Otros consideran que hace falta un liderazgo. Echan de menos a opositores curtidos que organicen manifestaciones y tracen una hoja de ruta para concretar los reclamos. “No tiene sentido salir con calderos a la calle, a pedir que te pongan la luz o el agua. Ya conocemos el modo de operar de esta gente. Te mandan varios carros de patrullas y un funcionario del municipio te mete un poco de muela. Luego te ponen la luz y el agua y al día siguiente te parquean un camión con un poco de piltrafa para que la gente compre comida y se olvide por un tiempo de sus problemas. A su vez, los chivatones de la cuadra señalan a los que consideran cabecillas y en juicio sumario los condenan a diez o quince años de cárcel para que la gente se apendeje. Hay que cambiar los métodos. Debiera existir un liderazgo que organice lo que se vaya hacer y no salir en pequeños grupos como pollos sin cabeza a protestar, porque son más fáciles de silenciar”, comenta un ingeniero que desea reformas económicas y políticas de calado.
Pero hay un problema. La mayoría de los disidentes locales han emigrado, otros están presos o vigilados por la Seguridad del Estado. Los cubanos de a pie deben comprender que los cambios en la Isla dependen de ellos mismos. De nadie más.
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