Por Miguel Sales.
Al principio, se llamaba Blancanieves y los siete enanitos. Parecía un cuento infantil, pero en realidad era un relato pernicioso, urdido por la mente retorcida de dos voceros del heteropatriarcado, los hermanos Grimm, con el fin de envenenar las mentes de las nuevas generaciones, perpetuando el racismo, el sexismo y la discriminación de las personas de corta talla y capacidades diferentes.
Recordemos brevemente el argumento del libelo:
Una princesa joven y de tez muy pálida (criterio racista de la blanquitud) es víctima de su madrastra desalmada, que envidia su belleza y trata de asesinarla. La reina la manda de paseo al bosque en compañía de un criado, que tiene la misión de matarla y traer de vuelta las entrañas de la joven como prueba del crimen. Pero el sirviente le indica dónde esconderse y regresa con el corazón de un ciervo, que la reina ordena cocinar y servir en un banquete (asesinato y canibalismo).
Mientras tanto, Blancanieves encuentra una casa pequeña, donde viven siete enanos que trabajan en una mina cercana. Los enanos deciden acogerla, siempre y cuando cocine, zurza la ropa, tienda las camas y mantenga el orden doméstico (machismo y sumisión femenina).
La reina malvada, advertida por su espejo mágico, descubre que Blancanieves sigue con vida y acude a la casita del bosque disfrazada de vendedora con ánimo de matarla. Primero le ofrece una cinta, con la que trata de estrangularla. Al regreso de la mina, los enanos descubren a la joven, que solo se había desvanecido, y la reaniman. La madrastra vuelve y le ofrece una peineta envenenada, que en un descuido le clava en la cabeza. Los enanos regresan y, por segunda vez, reviven a la princesa. La tercera vez, la falsa vendedora le hace morder una manzana envenenada y la princesa cae en un coma profundo (resultado del consumismo compulsivo). Incapaces ahora de revivirla, los enanos colocan a Blancanieves en una urna de oro y cristal.
Tiempo después, un apuesto príncipe visita la casa del bosque, ve el cuerpo incorrupto de la joven y se enamora de ella (necrofilia). Por accidente, el trozo de manzana envenenada cae de la boca de Blancanieves, que recupera el conocimiento, conoce al príncipe y se enamora a su vez. Los jóvenes se casan y viven felices para siempre. Y colorín colorao.
Walt Disney sucumbió al siniestro encanto de la narración y en 1938 la usó como guion para realizar un largometraje de dibujos animados que suscitó universal admiración. Tan extraordinario fue el éxito de la película que al año siguiente Disney recibió un Oscar honorífico. Desde entonces, a pesar de su avieso contenido, Blancanieves siempre ha figurado en la lista de los mejores filmes de todos los tiempos.
El cine, con su inmensa capacidad de difusión, popularizó la imagen de la princesa alemana en todos los rincones del mundo. Incluso en los carnavales de La Habana, cuando yo era adolescente, escuché una versión rumbera y semiporno de la historia, que a golpe de tumbadora repetía un estribillo así: “Blancanieves y los siete enanitos en cueros, sí, sí, van en cueros”.
Pero los tiempos han cambiado. Ahora la empresa Disney, convertida en adalid del wokismo, presenta una nueva versión políticamente correcta, para que grandes y chicos puedan “deconstruir” el relato original y apreciar, en nombre de la justicia social, las “opresiones interseccionales” que esconde.
En este remake del clásico, Blancanieves ya no es una princesa de nívea tez (de ahí su apodo), sino una mestiza con un plus de melamina, nacida en Estados Unidos de padres de ascendencia colombiana y polaca (y partidaria confesa de Hamas y la “liberación” de Palestina; esto no lo dice en la película, pero sí lo ha declarado en varias entrevistas conexas).
Los ex enanos son ahora siete camaradas mágicos que representan la paleta ideal de la corrección política: todos los sexos (aunque no queda claro si alguno es trans), las razas y los tamaños (incluso hay uno de muy corta estatura, sin duda afectado por alguna forma de acondroplasia, que como sabemos es una capacidad diferente, que por lo general no ayuda a jugar al baloncesto).
Si todo lo anterior parece grotesco y es motivo de burla, se equivocan los críticos. El objetivo está bien servido: atacar la historia y la cultura de Occidente con las ideas y los valores retorcidos del siglo XXI.
Hay que “deconstruirlo” todo para rectificar nuestro pasado culpable, y luego entretejer un relato análogo que ponga de manifiesto las injusticias interseccionales causadas por el privilegio blanco heteropatriarcal. Aunque sea, urdiendo bodrios como éste, que tratan alevosamente de aprovechar el prestigio de creaciones muy superiores.
Por eso los activistas de izquierda pasan buena parte de su tiempo derribando estatuas y estropeando obras de arte que -según ellos- representan la opresión, el colonialismo, la esclavitud, las guerras y otras formas de crueldad que Europa y Estados Unidos han ejercido en exclusiva sobre otras naciones a lo largo de cinco siglos.
Poco importa que en otras culturas se practique habitualmente el infanticidio, la tortura, la mutilación genital femenina, la discriminación de las mujeres, el sometimiento de las minorías y una larga lista de vulneraciones de derechos que en Occidente sí se respetan.
Claro que, en el ámbito de la cultura de masas, hay además otros criterios que la propaganda progre suele pasar por alto. Uno de ellos es la rentabilidad, porque el arte progresista suele vivir mayormente del erario público.
Así, la nueva versión cinematográfica del cuento, triturada por la crítica, apenas recaudó la mitad de lo esperado -43 millones de dólares- en la primera semana posterior al estreno y cerca del 33 % -14 millones- en la segunda. Habida cuenta de que la película costó unos 250 millones de dólares, los expertos especulan ahora si este nuevo fracaso de taquilla podría causar la quiebra de la empresa.
En cualquier caso, Morena Nieves y sus camaradas políticamente correctos parecen encaminarse a un pozo financiero más profundo que la mina donde trabajaban los siete enanitos de Blancanieves. ¿Signo de los tiempos o simple justicia poética?
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