Por Rui Ferreira.
A las 4 de la mañana de un día de semana, el aeropuerto de Miami surge algo así como un apeadero aéreo con aires de terminal de ómnibus interprovinciales de Cuba. Es una mezcla de soñolencia, olor de café recién colado y no muchas ganas para atender el público. A esa hora, la agilidad no es prioritaria.
Pero es la hora a la que hay que estar allí si se quiere viajar a Cuba al amanecer. El viajero pasa más tiempo en los aeropuertos que en el aire para hacer ese viaje, tanto en el de Miami como en el José Martí en La Habana. El vuelo, en sí, son apenas 47 minutos y tiene sus momentos agradables, pero también escalofriantes.
Como aquel instante en que el pasajero, sobrevolando el Estrecho de Florida, durante un instante divisa la costa norte de Cuba y la costa sur de Estados Unidos. Ante sus ojos tiene un espacio que le parece fugaz y bello, pero que se vuelve tenebroso cuando piensa en la odisea que miles han pasado solo para ir de una orilla a la otro y a la que muchos no han sobrevivido.
“Mi vida, ¿un cafecito?”, pregunta uno de los primeros pasajeros en la fila, que parece un cliente habitual de estos menesteres, por la familiaridad con que trata a los empleados de la aerolínea, como si los conociera de toda la vida. “Gracias, mi amor”. Y la colada va siendo compartida entre despachadores y maleteros que interrumpen sus tareas.
Los trámites no parecen complicados pero, como éste no es un vuelo normal, sino un “chárter”, como viene sucediendo desde el siglo pasado, los pasajeros tienen que hacer tres filas para poder embarcar. Una burocracia que no tiene nada que envidiar a la de las oficinas públicas del otro lado del estrecho.
La primera fila suele ser la más rápida. El pasajero se presenta, enseña sus documentos, los empleados miran si todo está en regla. Si el viajero es conocido de la casa, lo que sucede a menudo, la cosa es casi expedita. “Manolo, de nuevo por acá…”. “Así es mi socio, la vieja se ha enfermado”, contesta el Manolo. “Vamos mi socio, que eso mismo dijiste hace dos semanas. Buen viaje”.
El paso siguiente es el más engorroso, y enfrentado por los viajeros con resignación porque de forma alguna pueden evitarlo, sean conocidos o no. Es el momento de presentar los equipajes, pesarlos y para la mayoría es un proceso lento porque estos vuelos de Miami a La Habana operan como una especie de cordón umbilical, y en el fondo de las maletas hay artículos para todo tipo de necesidades, destinados a hacerle la vida más llevadera a la familia en la Isla.
Hay de todo, como en una feria, de lo imprescindible a lo superfluo, hasta enormes televisores de pantalla plana que son un dolor de cabeza para los maleteros, que tienen que cargarlos hacia las esteras que los depositan en el avión. La madrugada de este viaje iban 18 televisores.
También se pesa todo lo que el pasajero quiere llevar, porque uno de los negocios de los vuelos chárter es el exceso de equipaje y el costo no tiene “perdón de Dios”: es uno de los más caros del mundo. No solo como lo demuestra el precio del pasaje —$450 dólares por 45 minutos de vuelo, a $10 dólares por minuto—, sino por la posibilidad, siempre presente, de que el costo del vuelo termine por incrementarse a la llegada a La Habana, si la Aduana de la República de Cuba entiende que hay que pesar todo de nuevo y pagar más excesos.
Pasado este “pequeño” escollo se llega a la última fila, la de recibir el pase a bordo, indicio de que todo marcha bien. Pequeño error, falta un detalle. Es el momento de pagar el exceso de equipaje o la maleta porque, inexplicablemente, en este caso la única que se despacha tiene que pagar $20 aunque no tenga exceso de peso.
“Y me da el dinero al contado, me hace el favor. Yo no hago las reglas”, ataja la cajera ante la protesta sin grandes contemplaciones y ya espabilada. No se sabe muy bien si por los efectos del café tomado una hora antes, porque entretanto han pasado casi 60 minutos, o por el entusiasmo de ver la pequeña caja fuerte que tiene en frente sobre el mostrador, irse llenando de fajos de billetes. Porque, no nos olvidemos, esto es un negocio. Y grande.
El embarque se procesa en silencio. Es lento. Aunque algunos pasajeros parecen saber ya hacia dónde dirigirse, a los demás las azafatas los tratan literalmente como ganado, porque como la mayoría son ancianos, no son muy duchos en el arte de viajar y los achaques de la edad tampoco facilitan el acomodo.
“Me tienen que poner todo bajo el asiento, sino los mando a bajar”, amenaza una de ellas. No se sabe si en serio o en broma. Pero la advertencia queda en el aire y la gente la lleva en serio, posiblemente quizá familiarizada con los pequeños abusos del otro lado del estrecho y se aprestan rápidamente a desprenderse de carteras, pequeños maletines, sacos de plásticos y todo lo que tienen sobre el regazo. “Y se me portan bien”, agrega.
El despegue es rápido. Avión corto, con ciento y pico de pasajeros a bordo, cuando en la cabina se siente que las ruedas ya están en el aire y comienza la trepada, se escucha una voz ronca: “Dale que nos fuimos”. Un desahogo que no define si es una alegría por volver a casa o irse de ella. Más clara es una anciana toda vestida de blanco que se persigna y exclama: “¡Gloria a Dios!”.
La misma plegaria habrá de escucharse al aterrizar tras el corto vuelo sin novedad, durante el cual el viajero queda sabiendo que a abordo hay de todo, como en la viña del señor. Un joven que llegó a Estados Unidos hace año y medio y regresa a ver a su familia con un maletín lleno de “cositas buenas”, como dice. Una adolescente, que nació en Miami, hace dos meses viajó por primera vez a la Isla, allí encontró “el amor de su vida” y va a verlo de nuevo. Se dejarán ver, ya fuera de la Terminal 2 del aeropuerto habanero pegados el uno al otro. Por algo ella aplaudió efusivamente, como todos a bordo, cuando el aparato tocó tierra y la voz ronca sonó de nuevo: “Frena, frena, que se acaba la pista”.
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