Por Ernesto Santana Zaldívar.
Pudiera pensarse que la tragedia vergonzosa que exhibe ante el mundo Venezuela en estos días no es más que la crisis provocada por Nicolás Maduro y compañía, que no quieren dejar el gobierno, pero no ocurre simplemente que el chavismo se aferre al poder. Quien de veras se atrinchera en Miraflores es el régimen cubano. En Venezuela el castrismo está librando su última gran batalla.
El imperio de opereta que quiso erigir Fidel Castro en este hemisferio con ayuda de Chávez y sus petrodólares, máxima expresión histórica de la perfecta idiotez latinoamericana, está llegando a su último acto entre estertores bufonescos, delirantes, nauseabundos y, por desgracia, también sangrientos.
El déspota cubano siempre tuvo dudas acerca del éxito duradero de una federación regional de dictaduras —sustentadas por el petróleo venezolano y controladas por agentes cubanos— que debieran someterse a elecciones populares de cierta credibilidad, pero no tenía otra opción para que sobreviviera su propio proyecto personal de satrapía.
No obstante, antes de morir, Fidel Castro fue testigo del principio del fin de esta tragicomedia llamada Socialismo del siglo XXI, sabiendo que su combate final se libraría en predios bolivarianos, su última providencia salvadora. Si recordamos cómo reprochó a los soviéticos no usar la fuerza para impedir la caída de aquel imperio, es obvio cómo intentaría evitar la caída de la actual marioneta chavista.
En este escenario, por doquier hallamos la presencia o al menos las huellas dactilares de los titiriteros cubanos que manejan la descomunal farsa. Desde cada decisión económica hasta la hipertrofia militar, pasando por el nuevo carnet de identidad o los “colectivos” de respuesta rápida y por los discursos del “mandante” Maduro, con signos inconfundibles como el engaño perenne, la insistencia en el error y la ciega determinación represiva.
Cada eslogan, por cínico, ambiguo y falto de significado real, parece arrancado de un letrero en alguna calle cubana. “La pelea es bailando”, se burlan esos provocadores de una pelea que termina con la orden de disparar sobre gente desarmada.
El irrespeto colosal por esos muchachos baleados por militares o por paramilitares, cuando dice el grotesco tiranuelo que “la juventud no puede ser llamada a quemar un hospital materno por 300 mil bolívares”, o que ellos han muerto engañados por esa oligarquía que les paga de acuerdo con la envergadura del acto vandálico que cometan.
La prensa cubana, aunque ha intentado no informar o desinformar llanamente sobre lo que ocurre, ha tenido que hablar de ello y se pregunta “¿cómo querer a una turba que incendia, desvalija comercios, asesina adolescentes, que ataca un hospital materno infantil?”, y los llama “rehenes (preñados de carencias materiales y del espíritu) de fuerzas nacionales e imperiales que pagan pero desprecian”.
Tanto para el gobierno cubano como para el venezolano y sus cómplices, la “derecha violenta y golpista” son millones de personas a las que ya no les interesa izquierdas ni derechas —aunque muchos no quieran que les impongan el socialismo—, porque lo principal para ellas es que ya no acepten más tiranía y miseria, más corrupción y mentira.
Pero ese es el lenguaje que siempre ha privilegiado el castrismo, que consiste básicamente en fanfarronear y echar basura sobre el enemigo. Así desbarran los caciques bolivarianos y sus “enchufados” y el “pueblo” que aparece en las entrevistas, siempre apoyando al grupo de gobierno, siempre hablando en ese estilo de metralleta verborreica que tan bien conocemos aquí.
Después de barbaridades como “golpe de estado parlamentario”, o “golpe mediático” y hasta “golpe electoral”, hay académicos no cubanos, pero de entraña fidelista, que son capaces de perpetrar algo tan desmesurado como el término “terrorismo semiótico”, que es nada menos que las opiniones contrarias al chavismo.
Y, sin embargo, la propia prensa cubana —aunque tratando de no alarmar demasiado sobre las consecuencias aquí de una debacle allá— ha debido reconocer que la situación es muy crítica. Dice una periodista: “Alguien me comenta que solo un milagro salva a los venezolanos. Mi respuesta es que este pueblo parece ir de milagro en milagro”.
Óliver Zamora Oria, que intenta emular con Randy Alonso en falsedad y desfachatez, como si no hubiera visto a Maduro reconocer que habían sido abatidos “jóvenes comprados y engañados por la derecha golpista”, se atrevió a decir, moderando una Mesa Redonda: “Al final, los muertos siempre los ponen los chavistas”.
Mientras, Telesur, que exalta a guerrillas colombianas, asesinos de ETA y genocidas como Al-Asad, está cumpliendo a la perfección su misión de joya de ese Sistema Informativo de la Televisión Cubana que tanto hubiera admirado Goebbels, y ya es diestra en la desinformación pura, en la mentira como piedra fundamental de la realidad descrita, en deformar el idioma para que “terrorismo”, “amor”, “paz”, “democracia”, sean otra cosa al tiempo que descalifica por todos los medios a cualquier persona o entidad que no comulgue con sus patrañas.
Como en las redes circulan imágenes de las corajudas mujeres que enfrentan el aparataje represor del gobierno, ahora las mujeres del chavismo son convocadas nada menos que a una Tribuna Antimperialista. Parece increíble tanta transparencia.
Ya Chávez había dicho hace años que le hubiera gustado que Venezuela siguiera a Cuba en no permanecer a la OEA. Ahora, que la presión de los países miembros de ese organismo aumenta y que por fin ha llegado la orden desde La Habana, Maduro manda la salida de su país de esa institución regional tan despreciada por estos pretendidos demócratas y redentores.
Aunque es cuestión de tiempo la derrota del castrismo en esta batalla venezolana, ese fracaso, como ha ocurrido en Cuba, ha de pagarlo el país a un precio inconmensurable: la destrucción de la nación, la profunda fractura de la sociedad, la secuela de heridas que perdurarán mucho en el tiempo, además de un continuo éxodo de gente que huye de la hecatombe y del daño y la muerte para muchos de sus hijos.
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