martes, 27 de noviembre de 2018

Dos cobardones más.

Por Zoé Valdés.


Al parecer ayer me quedé corta, y me referí solamente a un cobarde, cuando debí hacerlo con una ristra de pendejones más. Hoy mencionaré a dos de los que me cuentan que también estuvieron recibiendo al Pedo SanChé en Cagonia, el okupa de la Moncloa. Uno es un actor y el otro es, cómo que no, trovador. El primero es Jorge Perugorría, al que le he puesto “Perrogurría”, el otro es, insisto, el trovador protesta de los noventa, Carlos Varela, el de la eterna manzana, ya podrida, en la cabeza del hijo de Guillermo Tell, que a estas horas deibe de ser ampliamente abuelo y otro anciano caguchento más de Aquella Cagarreta.

A ‘Perrogurría’ lo conozco bien, muy bien, subrayo. Fue, como todos fuimos de jóvenes, un muchacho muy bello, ya no. Dicen que al ‘Perico está llorando’ le debe la hinchazón permanente de su antiguo bello rostro, hoy deforme. No es mi problema. Pero nadie ignora que en Cagonia cuando no te chantajean por la ‘peluca’ te chantajean por el Perico, o por lo que encuentren a mano, o sea, lo que tú les pongas a mano. ‘Perrogurría’ tiene otro problema, no puede ser fiel. No es fiel con lo principal, consigo mismo. Además de bruto, que lo es como la mayoría de los buenos o casi buenos actores, es un engañador, igual que en el famoso chachachá, pero en hombre, digo, en masculino. Así y todo, guardo buenos recuerdos de nuestra espantosa juventud, pero, no me extrañó que un día declarara en la prensa española que él respetaba a Fidel Castro, porque ‘Perrogurría’, además de perrón y mediocre con una sola película que valga la pena en su haber, si acaso, no puede ser fiel con él mismo, ni con nadie, y mucho menos con la decencia y el amor. Y ahí lo dejo.

En cuanto a Carlos Varela, más enano de alma que de estatura, y miren que yo lo he defendido (como dicen de mi), y miren que fui yo quien sacó su primer casete grabado hacia New Jersey, a cuenta y riesgo, y miren que le hice propaganda por aquellos años en que creí que de verdad era de los nuestros. Pero entonces yo todavía no comprendía que para cantar en el Teatro Karl Marx no se puede ser nunca de los nuestros, y para llenarlo como él lo llenaba, mucho menos. Carlos Varela, el trovador de los hijos de los pinchos y de los hijos de los chivatientes, chivatos ellos después, también es dueño de la célebre frase aquella, por supuesto en otro diario español, de que “Fidel es como nuestro abuelito, y a los abuelitos se respetan”. Un abuelito que fusiló, encarceló y exilió a una gran parte del pueblo cubano. Se refería además, supongo, al Guillermo Tell de su canción, sólo que el abuelito ahora es él, y muy pocos lo respetan, porque ya pasó página en la historia de las engañifas y las melodías de terciopelo o medio pelo.

A Carlos Varela me lo encontré en una ocasión en Barcelona, en una radio, hace años. Él presentaba disco y yo libro, y nos habían dado cita para conversar juntos en el mismo segmento del programa radial. Él estaba, creo, con su ‘attaché de presse’ y yo con la mía. De súbito, el productor del programa me apartó pálido, tartamudo, temblando de la cabeza a los pies:

- El señor Varela se niega a estar con usted en el programa, y ha pedido que lo entrevisten a él después que a usted. Para él cerrar la emisión.

- Vaya, qué raro, pues, el señor Varela, como usted lo llama, me ha saludado muy efusivo, como si nada hubiera pasado, o sea como si mi exilio y mi posición anticastrista no le importaran y siguiéramos siendo los mismos amigos de antes. Incluso ha dedicado de puño y letra su disco a mi hija, a la que conoció de pequeña, y me lo ha dado ahora.

- No, pero él no quiere, está renuente, y no puedo hacer nada -el hombre se mordió los labios, algo atormentado.

- No se preocupe, haré yo la entrevista primero, no hay ningún tipo de lío conmigo-. Por fin sonrió aliviado.

Hice la entrevista, y dije por supuesto, lo que debí decir, y más, y a la salida un hipócrita y algo aturullado Carlos Varela vino a despedirse de mi. No me abrazó ni me besó, sé muy bien convertirme en el muro más alto y mas espeso cuando es necesario; sin embargo me dijo que besara a la niña de su parte, a Luna, mi hija, y abrazara de su parte a su padre, como si los estuviera salvando de mi. Como si mi hija no fuera mía, y lo fuera solamente de su padre, el que le filmó su primer video-clip, el único video-clip que ha tenido que valió la pena, por cierto, con una cámara que yo compré en Nueva York con buena parte del dinero de mi premio a la mejor guionista con guión inédito del Festival de Cine de La Habana. Pero eso tal vez no lo sabía y si lo sabía no le importó nunca.

En Brasil, años más tarde, sucedió algo parecido. Me disponía yo a asistir a una fiesta a la que me habían invitado con mucho embullo, cuando de buenas a primeras me llamó la anfitriona de la casa para, con un terror inimaginable en su sobresaltada, gangosa, y aguardentosa voz, anunciarme que mejor nos veíamos otro día porque Carlos Varela y ‘Perrogurría’ estaban allí, ya habían llegado, y se negaban a encontrarme. Al día siguiente me alegré de no haber ido, por las razones que fueran, porque al parecer, el ‘Perico está llorando’ los condujo a dar espectáculos en la playa de Copacabana que avergonzaron para siempre a la ‘siniestra’ anfitriona de beodos instintos.

O sea, que tanto ‘Perrogurría’ como el viejo y sórdido Varela con su eterno gorro de gnomo arrepentido, son dos cagones de los peores del régimen castrista. Y ahí estuvieron y estarán, de títeres, para representar, dicen, a la ‘sociedad civil’, mejor dicho, “suciedad servil” (Regis Iglesias, gracias), de cobardes y arrastra’os de la tiranía. Aunque, recuérdenlo, su jefe es Padura.
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