jueves, 16 de noviembre de 2023

La Habana es una ciudad fantasma.

Por Jorge Ángel Pérez.

Existen ciudades fantasmas, ciudades que solo viven en los recuerdos, en la imaginación, en el dolor. Algunas ciudades dejaron de ser ciudades y no les quedó otro remedio que vivir en el pasado de la memoria. Hay ciudades olvidadas y ciudades muertas, existen las ciudades del recuerdo, esas que ni siquiera son la sombra de lo que antes fueron; ciudades que existen solo en evocaciones y en sueños, en nostalgias fervorosas. Existe La Habana… ¿Existe?

Existen las ciudades de la memoria, existen las tristes ciudades de la memoria. Existe una ciudad de la memoria que se llama La Habana, una Habana que es joven todavía, si se la compara con otras urbes milenarias, y sin embargo parece anciana, moribunda, y vive solo de las evocaciones. Existe una Habana del recuerdo y de los sueños, una Habana que no existe ya, que está solo en las cabezas de sus amantes. Existe una Habana que nos lleva a pensar en un paisaje después de la batalla, una ciudad que se parece a las ciudades habitadas por fantasmas.

Existe una Habana desgarrada y triste que ha perdido su color y los mejores aromas, sus aires buenos, misericordiosos. Yo estoy viendo a una Habana que nunca imaginé, una Habana que no es grata, que es chabacana, que es burda y vaga. Existe una Habana grosera y rústica. Existe una Habana que resulta cada vez más triste y repleta de soledades y congojas. Existe una Habana pesarosa, introvertida.


Estoy mirando a una Habana triste y más que todo solitaria, que se esconde, que no quiere ser visible; una ciudad sin músicas, sin alegrías, sin rumbantelas ni alborozos, sin alborotos. La Habana que miramos ahora es la de calles vacías y tristezas múltiples. La Habana de ahora es una ciudad fantasma y de oscuridades plenas. La Habana es una ciudad hambreada y sobre todo inmunda y, más que todo, insociable. La Habana de ahora es la de desgracias en sucesión.

Yo he caminado las calles de La Habana y la miré solitaria, la contemplé vacía, casi evacuada. He caminado La Habana que se exhibe en sus estertores, en ahogos. La Habana es hoy un fantasma, una ciudad de subsistencias, de inestabilidades y hambres. Y tanto es así que los habaneros ya no quieren mostrarse, no quieren salir a la calle, no quieren exponerse a esa soledad mortuoria que confirma los dolores de la ciudad. La Habana es una ciudad que se guarda, una ciudad que se esconde, que muere sola y escondida.

La Habana parece buscar la sobrevida y parece encontrar la “sobremuerte”. La Habana se ha espantado, se ha guardado en lo más oscuro de sus casas. La Habana está aterrada y sobre todo entorpecida. Yo he visto a una ciudad que va muriendo en sus mutismos, en sus espasmos nerviosos. Yo he constatado el silencio de la calle Prado, su vaciamiento. Yo he examinado a esos cariacontecidos que aún deambulan sin remedio por la ciudad, que se mueven torpemente, que no se mueven.

La Habana está vacía. La Habana tiene la apariencia de la muerte. La Habana es una decadencia, la postrimería, la más perfecta apariencia del fin. La Habana es un espectro, una ciudad muerta, es la desolación de sus habitantes. La Habana me hace pensar en Chernóbil, cada vez se parece más a esa ciudad, incluso más joven, que enfermó, que hoy es solo una mole de concreto inhabitada.

La Habana es una ciudad muerta, desolada, tanto como Chernóbil tras el desastre. La Habana es una ciudad parecida al vacío, a lo insubstancial. La Habana es una ciudad enferma que se esconde en su desplome, en sus múltiples caídas. La Habana, los habaneros, se encierran, se resguardan. ¿Para qué salir? ¿Para qué desandar una ciudad que no hace más que mostrar sus estertores?

La Habana podría ser, fantasmalmente, mucho más grande que esa ciudad que los chinos levantaron en un santiamén para albergar a quienes producirían carbón, y carbón, y que luego albergara a muy pocos, a casi nadie. China levantó a Ordos Kangbashi para albergar a los hacedores de carbón, pero solo encarnó al vacío, a la soledad. Ordos Kangbashi es una ciudad vacía, y también La Habana.

La Unión Soviética y China construyeron ciudades que se volvieron fantasmagóricas, pero Cuba ni siquiera eso pudo hacer, o quizá sí, si es que pensamos en la Ciudad Nuclear de Juraguá, una ciudad ahora fantasma que quiso ser nuclear, pero Dios nos protegió de los desastres que podrían acontecer. Hoy, por suerte, es solo un fantasma, una añoranza comunista. 

Y La Habana, la ciudad que fue tan bella, la que aún asombra a algunos, se muestra triste, pesarosa. Esa joven de un poco más de 500 años se empeña ya en mostrar sus estertores, y sus habitantes evitan constatar el desastre, se resguardan. La bullanguera se esconde; esconde la tristeza, la desesperación. La Habana bulliciosa y tan alegre no existe más.


La ciudad, sus ciudadanos, se esconden del desastre, evitan mirar sus calamidades y a los calamitosos que la habitan. La Habana es solo una ciudad de la memoria. La Habana, su gente, se esconde y hace notar el vacío de la ciudad que muere. La gente en La Habana se resguarda en esas cuevas que son las casas. Los habaneros, quizá los cubanos todos, se esconden para no enfrentar el desastre.

Los cubanos, en sus ciudades, se esconden, para conseguir algo de tranquilidad y paciencia. Los habaneros, la mayoría de los cubanos han escogido la “tranquilidad” de sus casas para esperar el avance del desastre y quizá la muerte. Los cubanos, como los perros, se arrinconan para soportar los dolores y la llegada de la muerte sin ser notados. La muerte es quizá el más íntimo de los actos de la vida, y quizá por eso La Habana abandona la calle y se pone a buen resguardo en los rincones, como los perros.

El encierro es, a no dudarlo, una representación de la muerte. La casa es una representación del sepulcro, la ciudad es una representación del camposanto, aunque sería mejor llamarlo cementerio. La Habana es un cementerio, sin la tranquilidad del cementerio, con las angustias de una vida en un país nefasto. La Habana es el vacío, la “ciudad maravilla” es un camposanto.  


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