Por Iván García Quintero.
Después de caminar cinco kilómetros diarios bajo un sol que mete miedo, Enrique llega al precario cuarto del solar donde vive, con los pies cansados y un puñado de pesos convertibles arrugados en el bolsillo de su vieja guayabera azul marino.
A sus 71 años no debiera andar en esos trotes, dice la esposa, una maestra jubilada que se pasa diez horas viendo culebrones en video y escuchando boleros en un tocadiscos de la era soviética.
“Pero tiene que salir a la calle mi’jo, a buscar unos pesos. Con mi pensión de 193 pesos (poco más de 8 dólares) y la suya de 210, no alcanza para comer. Además estamos cuidando a una nieta que tiene al padre preso. A su edad y con sus achaques a cuestas, Enrique es el sostén de la familia”, señala, mientras su marido ya ronca en la cama.
A la mañana siguiente, Enrique es un hombre nuevo. Luego de desayunar un pan con tortilla de cebolla, se afeita y se viste lo más elegante posible para su jornada de trabajo.
“Llevo nueve años 'haciendo sopa' (cantando mientras los turistas cenan) en bares, restaurantes y cafés de la calle Obispo y otros de La Habana Vieja. Fui músico de un cuarteto de guarachas y boleros. Uno de sus integrantes está muerto. Los que quedamos vivos tenemos que salir 'al fuego' (la calle) a buscar el 'baro' (dinero). A veces nos va bien, y llegamos a casa con 15 o 20 chavitos (pesos convertibles), pero
casi siempre regresamos con unas monedas y un cansancio de siglos”, señala Enrique sin dejar de afinar su vieja guitarra.
La Habana real, no la de los discursos de los gobernantes o las crónicas optimistas de los medios oficiales, se asemeja a un bazar gigante donde todos intentan vender algo.
En la capital del país que hizo una revolución para barrer la pobreza y la prostitución y que las personas tuviesen una vida digna, muchos ancianos hacen malabares para ganar unos pocos pesos.
Los mendigos aumentan. Igual que los discapacitados vendiendo baratijas y juguetes plásticos. O los dementes hurgando en latones de basura y jubilados cantando guarachas y boleros que les permita llegar a fin de mes.
En los barrios antiguos de La Habana, y por todo el trayecto de la Avenida del Puerto, decenas de músicos ambulantes, solos, en dúos o tríos, se acercan a las mesas donde parroquianos despreocupados cenan o beben cerveza importada y montan una serenata improvisada.
“Si a los clientes no les gusta, te despiden con un gesto. Si aceptan, escuchan la canción o proponen que le cantes otras. Y al final te dejan caer una propina: dos cuc, a veces cinco, depende. Cuando llega un crucero, si vienen británicos o japoneses pagan mejor. En este negocio tienes que ser listo. Si el tipo es mexicano le cantamos rancheras y boleros. Si es europeo, sones y guarachas de Compay Segundo. Ahora que están llegando los gringos, cantamos o tocamos jazz o country”, explica Eulogio, músico ambulante que desanda por los bares y cafés en moneda dura contiguos a la bahía de La Habana.
Muchos de estos viejos músicos no son improvisados. En los años 80, Ricardo grabó Años, un disco de boleros producido por Pablo Milanés, junto a autores del calibre de Cotán, El Albino, Ibrahim Ferrer, Pío Leyva y Rubén González.
“Pero en estos momentos a pocos promotores turísticos les interesa contratar a músicos viejos que solo cantan boleros y guarachas. La competencia es dura y desleal. Los gerentes de restaurantes y bares estatales nos botan. Ellos tienen contratadas a sus agrupaciones. Otros nos extorsionan y si nos dejan cantar debemos darle el 25% de lo que recogemos después de pasar el cepillo. Así y todo, cantar por cuenta propia es mejor que trabajarle al Estado”, señala Ricardo.
Una tarde lluviosa y gris de 2012, Alberto murió en la barriada habanera de La Víbora. Tenía el sueño y la esperanza de que un productor musical como Ry Cooder o Win Wenders lo rescatara del olvido.
En la década de 1950, había sido cantante del conjunto Casino dirigido por Roberto Espí, amenizando una Habana que no dormía. En sus últimos años, sobrevivía cantando boleros en bares de quinta categoría, sin que nadie le prestase atención.
Alberto comía poco y mal y bebía demasiado alcohol. Al velorio solo asistieron su hija y dos vecinos del barrio. Tres años después, ella intenta vender la deslustrada guitarra del padre en 100 pesos (4 dólares). “Si supiera cantar me pondría a hacer sopa”.
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