Cuando en los próximos días la administración del impredecible Donald Trump anuncie, luego de cuatro meses de revisión, la política de su gobierno hacia Cuba, puede que mantenga lo logrado por Obama, aunque retoque algunos acápites como los negocios con empresas militares que benefician directamente a la dictadura.
La buena noticia para el régimen sería que la Casa Blanca conservara el estado de cosas.
Trump va a exigir, para apaciguar a la disidencia interna y un segmento del exilio histórico que lo apoyó en su contienda electoral, respeto a los derechos humanos, libertad económica y de expresión y bla, bla, bla.
Pero la autocracia castrista va a contraatacar con argumentos plausibles y poderosos.
Y señalará con un dedo a la administración de Trump, que acusa a la prensa de su país como el mayor enemigo y hace negocios multimillonarios con la monarquía saudita, que viola innumerables derechos humanos y reduce a la mujer a un mero objeto. Lo que con razón no es el mejor ejemplo moral para hablar de libertades.
Durante la etapa de Obama -dios mío, cómo el régimen lo está extrañando- el castrismo no permitió que pequeños negocios privados pudieran acceder a créditos ni importar desde Estados Unidos.
La estrategia del gobierno cubano es simple. Quieren hacer negocios con el poderoso del Norte, todos los que vengan, pero teniendo como socios en la Isla a empresas estatales o militares.
Si Trump mantiene el escenario desplegado por Obama, es decir, encuentros académicos, culturales, empresariales y políticos entre ambas naciones, Raúl Castro probablemente mueva ficha y le conceda mayor autonomía a pequeños negocios privados para tranquilizar al magnate inmobiliario neoyorquino.
No pocos pequeños emprendedores privados cubanos, quizás los más exitosos, son hijos o parientes de la casta verde olivo y regentan negocios exitosos como la paladar Star Bien o la discoteca Fantasy.
Si no cambia el panorama, el régimen continuará su ofensiva diplomática y académica con sus agentes de influencia en Estados Unidos, para seguir intentando derribar el embargo, o al menos, transformarlo en un cascarón inservible.
Para la autocracia verde olivo, el plan para contrarrestar la ‘puñetera obsesión de las élites estadounidenses por la democracia y las libertades’, es mantener negociaciones estériles que solo sirvan para ganar tiempo.
El Palacio de la Revolución quiere cambiar, pero al estilo de China o Vietnam. No entiende cómo los dos países comunistas son socios de Estados Unidos y Cuba no puede serlo. La estrategia castrista va dirigida en esa dirección.
Dos son los mensajes o recados subliminales de la junta militar que gobierna la Isla.
El primero: con un gobierno autoritario de control social, existe estabilidad política, no se corre el peligro de una avalancha migratoria o que la Isla se convierta en una base de los carteles mexicanos de drogas.
El segundo: de producirse un cambio que provoque que el pueblo se tire a las calles, la Isla podría convertirse en un Estado fallido.
Trump, que no se destaca por sus cualidades democráticas y su discernimiento es el de un adolecente, pudiera tragarse la carnada y virar la cara para otro lado. “Total, pensaría, si somos socios de las monarquías del Golfo, seguimos comprando petróleo al detestable gobierno de Maduro y quiero cuadrar la caja con Putin, qué más da un beso de lengua con Raúl Castro o con su sucesor”.
Pero Trump es un basilisco incontrolable. Y Cuba no es un centro de poder mundial, tiene un mercado pequeño y un poder consumista de risa. Entonces puede que Trump se vista de moralista y exija una plegaria de demandas que ni él mismo cumple, con tal de satisfacer al eje político cubanoamericano de Miami.
Pase lo que pase, ya Trump comenzó a disparar con balas trazadoras. Su anuncio de un recorte drástico de 20 millones de dólares en el financiamiento de proyectos disidentes favorece al régimen de La Habana.
Es probable que Trump no lo haga con ese objetivo. Pero recuerden que él no es un Franklin Delano Roosevelt. Es un hombre de la tercera edad con mente de colegial de primaria.
Con la que le está cayendo a la autocracia isleña (recortes petroleros de Venezuela y una crisis que puede aniquilar a Maduro y dejar sin un sostén económico importante a Cuba, Rusia entregó un lote de combustible, pero para el próximo pregunta dónde están las finanzas y con un Raúl Castro supuestamente abocado a entregar el poder), para los mandarines militares el escenario que se vislumbra en el momento actual es el peor posible.
Por la represión no se preocupen. Los palos y bofetones nunca le van a faltar a los disidentes de barricada. Pero en un país al límite, cualquier chispa puede engendrar un fuego de proporciones incalculables.
Ahora mismo, en Cuba el salario promedio es de 27 dólares mensuales, pero para vivir decentemente se necesita quince veces esa cifra. Y La Habana, capital de la república, lleva una semana sin agua.
El precio de los alimentos está por las nubes. El transporte público de mal en peor. Y como si viviéramos en Zürich, Samsung abre al oeste de la ciudad una tienda -más bien un museo-, donde un televisor inteligente 4K cuenta 4 mil dólares y un Samsung 7 Edge 1,300 dólares, el doble de su precio en Nueva York.
Los habaneros, boquiabiertos, van a mirar y hacerse selfies con sus móviles baratos. Es la foto fija de Cuba. Un espejismo. Con una crisis económica estacionaria que se extiende por 27 años y pocos se aventuran a vaticinar un final.
Cuando pensábamos que estábamos mal, la realidad nos dice que podemos estar peor. Y nadie sabe cuándo tocaremos fondo.
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