El coronel Antonio de la Guardia cultivaba orquídeas. Se enternecía con la música clásica. Se extasiaba con las puestas de sol vistas desde el monte Barreto. Era lo que se dice un ser sensible. Digo, a menos que solo fuera un snob (como me sospecho) al estilo de Efigenio Ameijeiras cuando le dio por ser escritor y posar como intelectual del bayuseo verdeolivo.
El gemelo de Patricio tendía su corazoncito, pero nunca dejó de ser un típico Miramar playboy, en la cuerda frívola de su cúmbila Norberto Fuentes. Su hobby era la pintura primitivista. Se había aficionado a la estética naif durante su estancia en los islotes del lago Solentiname, ese nido de guerrilleros donde el cura-poeta Ernesto Cardenal oficiaba de brujo cultural del sandinismo. Hasta que, ya en el poder, la primera dama le dio una patada, lo quitó de ministro de Cultura para ponerse ella y le confiscó los terrenos de su propiedad en una de las islas a fin de construir un hotel para los suyos. Fue entonces que el exministro, exsacerdote y ¿expoeta? comprendió que la poesía exteriorista no era compatible con eso que los cursis llaman 'la mística sandinista'. En fin, que le pisaron el callo y abrió los ojos como un gato escaldado. Pero esa es otra historia para una próxima ocasión. Así que volvamos al jimagua de las tropas especiales del Minint.
El mellizo que no sobrevivió exhibía, a pesar de su diletantismo, un largo currículum de hombre de acción y tipo duro. Cuentan que fue el primero en llegar a Managua y entrar en el palacio de gobierno al frente de los sandinistas (que en realidad eran mercenarios cubanos); aseguran también que le encomendaron la misión de dinamitar la sede de la ONU en Nueva York cuando la Crisis de los Misiles, caso de que Cuba hubiera sido atacada; y que, además de pasearse en Miami como Antonio por su casa, fue quien planeó y coordinó el asesinato de Aldo Vera en Puerto Rico.
Claro que yo no puedo dar fe de ninguna de esas historias que se contaban como parte de la leyenda construida en torno al personaje, aunque tampoco las pongo en duda. De la Guardia era un hitman, un sicario o un asesino profesional, como se prefiera decir. Era un tipo audaz y temerario. O eso se creía hasta que el capo di tutti capi decidió sacrificarlo como un peón prescindible bajo la ridícula acusación de narcotráfico. El Rambo del castrismo se derrumbó entre lágrimas y suspiros como una magdalena, fustigado por el fiscal Juan Escalona, el implacable Vishinski castrista que, según reportan, hoy por hoy languidece en el plan piyama.
De nada valió la petición de clemencia del papa o la intercesión de García Márquez (que en su casa de protocolo de El Laguito tenía colgado un cuadro naif del coronel caído en desgracia). Ni tampoco surtió efecto la seria advertencia del presidente nigeriano de que matar a un ibeyi o jimagua, según la mitología yoruba, traía veinte años de desgracia y salación.
Fidel Castro condenó a 30 años de cárcel al otro de los gemelos, el general Patricio de la Guardia, pero mandó al paredón a Tony sin la menor compasión hacia quien era considerado como un hijo político suyo. Como decía un viejo amigo al que le gustaba modificar las citas célebres: el monstruo de Birán se jama hasta a sus propios chamas.
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