Por Jorge Ángel Pérez.
Dos serían los “suicidios” de Calvert Casey en Roma. El primero cuando decidió arrojar a las aguas del Tíber las páginas de “Gianni, Gianni”, novela que acababa de escribir. Luego vendría el segundo, ese que consumó en su nido de aquella ciudad, y en la misma cama que compartía con Gianni, esa desde la que quizá leyó al amado algunos pasajes de la novela para enredarse luego con su cuerpo desnudo. En aquel lecho de amor lo encontraron sin vida.
Antes de vaciar el frasco de barbitúricos ya había traspasado por primera vez esa línea entre la vida y la muerte. Ya Calvert se había preguntado por la finalidad de su vida cuando salió de su apartamento romano con el original de su novela. Se dice que las lanzó al Tíber, ese río que fue testigo de la fundación de la ciudad, del gran imperio, y quizá también de su última pasión amorosa.
Deshacerse de la novela pudo ser la primera gran cruzada contra su vida. Creo que nadie, ni siquiera sus más cercanos amigos, se enteraron del sitio de aquella fluidez del Tíber en el que dejó caer las páginas del último de sus libros, y por eso se me antoja suponer que escogió el puente San Ángelo, ese sobre el que alguna vez pudo asomarse el emperador Adriano intentando descubrir en las aguas el reflejo del rostro de su amado Antínoo. Casey pudo pensar, parado sobre el puente y a punto de tirar al agua cada página, en sus desdichas, en sus desencuentros amorosos, en La Habana, en su madre, en la “revolución” que lo hizo marcharse, y hasta en Beatrice Cenci a punto de ser decapitada por el filo de una espada, sobre ese mismo puente que conduce al castillo y sobre el que ahora se me antoja que él estuvo.
Desde allí pudo hacer una plegaria a esos santos africanos de los que su otro novio, el cubano Emilio Castillo, lo descubrió devoto. Calvert pudo buscar a Yemayá en las aguas de aquel río, para mirarla repitiendo una y otra vez los movimientos del mar y confesarle luego, atascado en un fonema gracias a su tartamudez, las razones de tal “desprendimiento”. Calvert pudo contar a los santos sus dolores.
Calvert pudo pensar, mientras echaba al río las páginas de su libro o mientras tragaba aquellas píldoras, en La Habana, donde su gente “tenía el rostro plácido, el aire tranquilo, las carnes abundantes y serenas”. Calvert pudo pensar en Gianni mientras moría, y también en Cuba, “donde la gente no se avergonzaba”. Pudo recordar a esa revolución de la que estuvo enamorado, la misma que luego despreció sus comportamientos, su sexualidad, su apego a la pornografía y a las prácticas religiosas.
Calvert, que había elegido a Cuba como su patria, temió luego a ese Estado “infalible” reverenciado por “devotos” que carecen de derechos y libertades. Calvert temió a la persecución, a la falta de tolerancia y de conciencia civil. Viajó a Roma, vivió en Roma y allí se enamoró otra vez. En esa ciudad escribió una novela que lanzó a las aguas del Tíber, y de la que solo se salvó aquel fragmento en el que hace el viaje más extraordinario, el más lúcido y radiante, por el interior de su amante.
El enamorado estaba tan deseoso de vivir que decidió suicidarse. ¿Y qué lo asistió en ese instante? ¿Miedo? ¿Valentía? Puede que las dos, pero sobre todo fue un sentimiento de plena libertad, de saber que decidía por él mismo. Calvert Casey quiso reconquistar esa independencia que había perdido en Cuba, donde hasta hoy ni siquiera se consiguió fijar la exacta fecha de su muerte, y que algunos ubicaron el 16 de mayo, mientras otros la sitúan el 17 o el 18 del mismo mes. Calvert descansa ahora en un sepulcro romano que consiguió para él su amante cubano, y donde una lápida advierte que Calvert: “Era gentil, era débil, fue destruido”. Y quien duda que a pesar del peso de esa lápida, y de la inscripción que se deja leer, aquel habanero nacido en Baltimore, haya conseguido en la muerte una vida más plena.
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