Por Alberto Méndez Castelló.
Hoy se cumplen en Cuba 62 años de promulgarse la llamada “Primera Ley de Reforma Agraria”. Aquella medida, una suerte de campaña publicitaria del monopolio militarista en ciernes, fue rubricada en 1959 por el entonces primer ministro Fidel Castro en el cuartel guerrillero de La Plata, en plena Sierra Maestra.
Desoyendo opiniones de entendidos que vaticinaron la incapacidad del Estado como productor y administrador agropecuario, cerca del 40% de las tierras agrícolas del país fueron expropiadas de un plumazo. Poco tiempo después, con la aprobación de la “Segunda Ley de Reforma Agraria” el 6 de octubre de 1963, todo el suelo agrícola de la Isla sería expropiado y adjudicado al Estado, salvo las pequeñas propiedades campesinas de hasta 67 hectáreas.
Más de seis décadas después, Cuba es incapaz no ya de exportar productos agropecuarios, sino de autoabastecerse y proporcionar a la población al menos cifras aceptables de leche, carne, huevos, pieles, granos, frutas, viandas, productos hortícolas, maderas, café e incluso azúcar.
Fuentes oficiales dan cuenta de que el fondo de tierra arable (tierras agrícolas) de Cuba asciende a 6 400 755 hectáreas, de las que solo se encuentran cultivadas 3 120 926 hectáreas. Apenas el 7,2% de estas cuenta con sistemas de regadío.
Así y todo, esas tierras incultas, cubiertas de marabú -a decir de mi padre- “son una bendición de Dios”. Sostenía mi viejo que en este pandemónium en que gente inepta transformó el campo cubano, esas tierras ahora ociosas cubiertas de malezas, luego en barbecho, serán las que rindan buenas cosechas cuando agricultores con libertad de acción se hagan cargo de ellas. Mientras, “para que las echen a perder como hicieron con tantas fincas buenas, mejor que don Marabú sea el dueño”, decía.
Este 17 de mayo puede decirse que la destrucción de la agricultura por estatización -y, con ella, el aniquilamiento de las costumbres rurales y el folclor campesino- recuerda un delito de genocidio sólo superado por la crisis de valores en la sociedad cubana, instaurada por el propio militarismo castrista.
Es un sofisma decir que la Ley de Reforma Agraria del 17 de mayo de 1959 puso la tierra en manos de los campesinos, cuando, en realidad, transformó el latifundio privado -proscrito ya por la Constitución de 1940- en latifundio estatal. Las leyes de reforma agraria de 1959 y 1963 lo que en realidad hicieron fue expropiar, para adjudicar al Estado, más del 70% de la superficie agrícola de Cuba.
El proyecto agrario de Fidel Castro no fue multiplicar al campesinado como propietario rural, sino mantener la fuerza de trabajo del campo en condición de asalariada (entiéndase: bracera, peona, proletaria). Y así lo reconoció el propio mandamás cuando en el V Congreso de la Asociación de Agricultores Pequeños (ANAP) en 1977 dijo: “Al organizar aquellas cooperativas (de 1960) en las empresas cañeras, dábamos un paso adelante en relación a lo que había significado la parcelación de aquellas tierras (expropiadas). Desde el punto de vista social había sido un retroceso, porque aquellos obreros, los habríamos transfigurados de obreros, de proletarios, en campesinos”.
Vistas esas palabras del difunto Fidel Castro -del que pretenden “rutinizar el carisma”, a decir de Max Weber-, parece poco ético, por no decir hipócrita y deshonesto, que el 17 de mayo, día en que el latifundio privado pasó a manos del Estado, celebren el “día del campesino”. Cuba está necesitada de alimentos y apremia una verdadera reforma agraria, donde, en lugar de usufructuarios vigilados noche y día por fiscales, inspectores, burócratas y policías, se reconozca con la propiedad de la tierra a quien la trabaja. Urge, entonces, que los campesinos no sean dueños de mentiritas, como los “campesinos dueños de tierras” que tenemos en el campo cubano desde ya hace 62 años.
Desde 1959, el campesino cubano -en calidad de propietario- no ha podido aumentar su finca ni en una cuarta de tierra porque, entre campesinos u otras personas, en Cuba está prohibida la compraventa de terrenos agrícolas. Quienes lo hacen no pueden legitimar esas adjudicaciones en el debido registro que, por cierto, no es, como debía llamarse, Registro de Propiedad, sino “Registro de Tenencia de la Tierra”, mientras al propietario lo llaman “tenedor inscripto”.
Bajo esas circunstancias, no es raro que el campesino cubano no pueda hacer realidad la propiedad de una finca heredada de sus tatarabuelos, como puede hacer un campesino haitiano, dominicano, mexicano, colombiano o chileno (esto es: venderla, hipotecarla, arrendarla o sembrar en ella lo que mejor estime conveniente y vender la cosecha a quien mejor la pague). No, esas atribuciones no las tiene el campesino cubano que debe trabajar todos los días del año bajo la mirada de la burocracia del Estado. A cambio, esta le dedica un día (el 17 de mayo) que no es su día, sino el Día del Latifundio de Estado. En esas circunstancias, el pueblo cubano no debía reclamar al campesino comida y buenos precios, sino demandar al Estado para que, librado de la coyunda de siervo-usufructuario o seudo propietario, el campesino en Cuba produzca como produce cualquier campesino libre, guiado por una ley universal, la de la oferta y la demanda.
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