Por Mónica Baró.
Arresto del periodista Boris González Arenas durante la marcha del 11 de mayo de 2019.
Que Cuba está dividida es un hecho. Cuba, América Latina toda, proviene de una fuerte tradición de pugnas políticas. A los cubanos siempre nos ha costado enormes esfuerzos ponernos de acuerdo cuando se trata de decidir el destino del país y los caminos hacia ese destino. Parece que somos incapaces de aprender de nuestra propia Historia, que carecemos de memoria y estamos condenados a repetir los mismos erorres: síntomas inequívocos del subdesarrollo. Pero si daño nos han hecho las divisiones, más daño nos ha hecho esa cacareada y falsa unidad que el gobierno cubano ha venido imponiendo por la fuerza desde los años sesenta.
En nombre de la unidad en Cuba se ha promovido la segregación, la represión y la criminalización del pensamiento que disiente del Poder. En nombre de la unidad miles de familias se han separado y se ha creado un abismo entre quienes emigraron y quienes quedan en la isla. En nombre de la unidad se han violado derechos humanos. En nombre de la unidad se ha premiado la simulación, la deshonestidad, el oportunismo y la hipocresía. En nombre de la unidad, en resumen, se ha atacado la diversidad, que constituye uno de los valores más preciados de la sociedad, y hoy no tenemos un país más unido sino menos libre, auténtico, fuerte.
La idea de que en la unión está la fuerza es solo cierta cuando la unión es resultado de un proceso permanente de construcción de consensos entre actores diversos, en igualdad de condiciones, y no del abuso permanente de los poderes gubernamental, judicial, militar o policial. No puede haber unión si el Estado no garantiza el respeto al pleno ejercicio de los derechos civiles y políticos. En Cuba, en todo caso, lo que hay es obediencia al gobierno del Partido Comunista.
Esa polarización de la que tanto se viene hablando en los últimos años, que las redes sociales han ayudado a visibilizar y reproducir, expresa justamente la violencia que ha ejercido durante décadas el sistema cubano. Nada polariza más que segregar, marginar y reprimir a actores sociales. ¿Cómo vamos a esperar que un periodista que es encarcelado, desterrado o acosado por la Seguridad del Estado, solo por hacer su trabajo, no sea parte de la polarización? ¿Cómo vamos a esperar que las personas excluidas no se piensen y actúen desde esa exclusión?
Muchos de los posicionamientos que a veces pueden resultarnos excesivos, dramáticos, radicales, nos hablan de la magnitud de la violencia política que ha sufrido el pueblo cubano durante más de medio siglo. Porque muchos de esos posicionamientos son asumidos por víctimas. Un diálogo que desconozca este contexto solo va a conducirnos a incomprensiones.
Para solucionar o atenuar la polarización habría que dirigirse a sus causas y no a sus expresiones. La esencia del problema no radica en los discursos de odio sino en los orígenes del odio. Además, nunca será comparable el discurso de odio del Poder, que el discurso de odio de una víctima.
Cuando una víctima denuncia violencia política, lo menos importante es su discurso y su ideología. Son pocas las personas que, luego de ser violentadas, logran mantener la ecuanimidad. Preguntémonos entonces cómo deben sentirse quienes son violentados una y otra vez durante años.
Entrar a evaluar los discursos o ideologías que subyacen en las denuncias de las víctimas implica revictimizarlas, porque implica desviar la atención de lo que realmente importa, que son sus derechos, atacar su credibilidad, instrumentalizar su caso para generar discusiones políticas y, sobre todo, alimentar esa polarización de la que tanto hablamos. El discurso sobre la polarización puede llegar a ser también muy polarizador.
Es necesario, desde luego, que discutamos acerca de los polos distintos u opuestos que conforman el teatro de la política cubana. Pero más que la polarización, a mí me preocupa la falta de empatía y solidaridad con las víctimas de violencia política en Cuba. Creo, de hecho, que los silencios cómplices de quienes se encuentran en posiciones privilegiadas, o esas defensas precavidas que buscan quedar bien con Dios y con el Diablo, alimentan más la distancia y la hostilidad que las propias ideologías. Mientras exista un Poder que defina de manera arbitraria quiénes merecen estar dentro o fuera del sistema, y criminalice a quienes ubica más allá de esos límites, las divisiones, pugnas y polarizaciones continuarán. Es ese Poder el que debe ser transformado para lograr una convivencia más saludable, armónica y pacífica. Por supuesto, intentar transformarlo muchas veces significa quedar fuera del sistema y ser criminalizado, pero quizás no hay mejor manera de entender el Poder que desde ese no-lugar al que te expulsa cuando no lo complaces. Al menos yo, nunca he sido más consciente de las injusticias y los dolores de Cuba que cuando he compartido, de alguna manera, la suerte de los reprimidos.
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