Por José Luis González Suárez.
Los cubanos que hoy contamos con más de seis o siete décadas de vida, en los años sesenta y principios de los setenta nos vimos obligados a vestir la ropa que había en las tiendas, mal confeccionada, con un único diseño e iguales colores y estampados. Parafraseando una frase de Camilo Cienfuegos, se podía decir que éramos “el pueblo uniformado”.
Los zapatos plásticos, que eran llamados Kikos, llegados de la URSS y fabricados después en Cuba, debido al calor, ampollaban los pies y se partían con facilidad.
Un tiempo después se fabricaron las chancletas de goma Varadero. Por sus dibujos y colores las llamaron Sorbetos.
Los zapatos exclusivos para los 15 de jovencitas y las bodas los vendían en la tienda Primor, en la calle Belascoaín. Había que hacer cola y encargarlos meses antes para su entrega en tiempo. Cuando se mojaban, se les despegaba la suela.
En las tiendas había que presentar la Libreta de Productos Industriales. Clasificada por letras y números, establecía los días de compra para cada núcleo familiar. Esta libreta normaba un pantalón, y una camisa para los hombres; un vestido o una saya con su blusa para las mujeres, y un par de zapatos que se podían adquirir una vez al año. A veces, usted necesitaba algo, y si lo había, no podía obtenerlo pues ese día no le correspondía comprar.
Ir a comer a un restaurante era una odisea. Había que reservar la mesa la noche anterior, a partir de las 10 de la noche, por teléfono. Si lograba comunicar y obtener su turno, no podía escoger, tenía que conformarse con el menú existente, y comer apurado, pues había otros que esperaban en cola para entrar.
¿Quién mayor de 60 años no fue al cine Jigüe, al inaugurarse, en 1973, para ver en 70 mm Cera Virgen, con Carmen Sevilla? ¿Quién no vio varias veces La Vida Sigue Igual, con Julio Iglesias, y Cantando a la Vida con La Massiel? Para ese tipo de películas había que hacer tres o cuatro horas de cola para poder entrar en el cine. Y antes de la película, obligatoriamente, tenías que empujarte el Noticiero ICAIC Latinoamericano.
Los programas radiales más populares eran Alegrías de Sobremesa y Nocturno, ambos por Radio Progreso.
Cada tarde, a las 7 y 30, los más pequeños se sentaban frente al televisor para ver las aventuras. Las más populares fueron El Zorro, Robin Hood, Sandokan y El Corsario Negro.
Detrás de la Fachada y San Nicolás del Peladero eran los principales programas cómicos de la televisión. El primero lo animaban Consuelito Vidal y Cepero Brito. En el segundo había un reparto estelar: Enrique Arredondo, Germán Pinelli, Enrique Santiesteban, María de los Ángeles Santana y Agustín Campos, con sus personajes Bernabé, Éufrates del Valle, el alcalde Plutarco Tuero, la alcaldesa Remigia y Montelongo Cañongo.
El programa televisivo para la música pop nacional, los domingos al mediodía, era Buenas tardes, donde los más asiduos eran Mirta y Raúl, Leonor Zamora y Alfredito Rodríguez.
Allá por 1979 fue muy popular el programa Para Bailar, que animaban, entre otros, Carlos Otero, Salvador Blanco, Cary Ravelo, Lily Rentería, Mara Roque, Armando Viera y Néstor Jiménez. Luego vino Todo el Mundo Canta, de donde salieron cantantes como Sergio Farías.
La Esclava Isaura, de Brasil, la primera telenovela extranjera emitida después de la Revolución, paralizó al país.
Hubo otras dos telenovelas, la brasileña Vale Todo y la mexicana Gotita de Gente, que introdujeron en el vocabulario de los cubanos los términos paladares y merolico.
Refresquemos la memoria con la heladería Coppelia, que hoy no es ni su sombra. Había variedades de sabores, el Sundae, el Suero, la Copa Lolita, Banana Split, el Soldadito de Chocolate, las Tres Gracias y las ensaladas de helado, con barquillitos, sirope y malvaviscos.
En Coppelia se reunía la juventud, pero eran frecuentes las redadas policiales contra los homosexuales y los melenudos. Miles fueron internados en las UMAP o luego del cierre de estas, en granjas para corregirlos ideológicamente mediante el trabajo forzado.
La influencia soviética -de los bolos, como llamábamos a los rusos- se hacía sentir en todo. Los equipos electrodomésticos rusos eran duraderos, pero de tosca terminación. Los radios Meridián, Vef y Selena pesaban una tonelada. A los televisores Krim y Rubin, en aquellos cajones de madera con botones sin mando a distancia, cuando fallaban, se les daba puñetazos para que funcionaran. Y estaban las también muy pesadas lavadoras Aurika, que rompían y enredaban la ropa.
Las latas de carne de cerdo, rusa y china, por el exceso de grasa, provocaban diarreas. Mejor eran las compotas de manzana, las mermeladas de fresa o cereza, y las latas de pimientos y coles rellenos.
Los 45 días de la Escuela al Campo en cada curso marcaron a los muchachos de entonces, con aquella ropa burda que daban para quedar disfrazados de campesinos, los albergues inmundos y la pésima alimentación.
Los domingos esperábamos ansiosos la visita de nuestros padres, que nos traían el famoso fanguito (lata de leche condensada hervida en olla de presión), rodajas de pan tostado y gofio para matar un poco el hambre.
Aquellas provisiones, junto a nuestras otras pertenencias, las guardábamos en maletas de madera, con candado, para que los otros muchachos, tan hambreados como nosotros, no pudieran robarnos.
Hay más recuerdos de mi adolescencia, malos casi todos, pero ahora no vienen a mi memoria. Por suerte.
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