Por Jorge Luis González Suárez.
El hombre, que mi vecina llamó Adrián, tiene 78 años de edad y vive en El Cerro, contó que estaba cerca de la puerta del edificio donde vive cuando se detuvieron delante de él dos jóvenes y uno le dijo con mucha familiaridad: “¿No se acuerda de mí? Yo soy el hijo de Frómeta”.
Explicó el anciano que lo confundió con el hijo de algún excompañero de trabajo, e hizo como si lo recordara. Enseguida le preguntó cómo se las arreglaba, si hacía algo extra que aumentara su jubilación, y si tenía “algún dinerito guardado”. Cuando le respondió de manera afirmativa, le dijo que necesitaban alguien de confianza para cobrar una deuda del juego de la Bolita, porque ellos no podían hacerlo, pues también eran banqueros.
En este punto de la narración, como me iba interesando la historia, empecé a grabar con mi teléfono lo que contaba el anciano.
“Me invitaron a seguirlos a un lugar cercano. Alquilaron un vehículo que nos transportó hasta un edificio que antes era una posada, cercano a la funeraria La Nacional, en Infanta y Benjumeda, bastante distante de mi casa.
Abrieron una puerta con llave y me dijo el hijo del tal Frómeta: “Aquí es donde vivo yo”. Me explicó todo lo que debía decir para dar credibilidad al cobro, que, según ellos, era por apuesta al número 70 de la bolita (el coco, recalcó) por 2.000 pesos, por lo cual recibiría 700.000 pesos y me entregarían 30.000, una cantidad tentadora.
Me dijeron que quien tenía que pagarles era una persona de avanzada edad, que gastaba mucho dinero al jugar, apostar fuerte, y despilfarrarlo con mujeres jóvenes, y que pronto viajaría al exterior y ellos temían quedarse sin sus 700 000 pesos.
Al poco rato apareció dicho sujeto con un portafolio. Al abrirlo, vi que contenía varios cientos de pesos en billetes de a 1.000. Me dijeron que antes de darme el dinero, tenía que firmarles un papel como constancia de que había cobrado.
Me pidieron que complaciera al banquero y jugara a las cartas. Al terminar el juego, que el señor perdió, se retiró pues, según dijo, debía ir a buscar un cambio y vendría con la cantidad a pagar, pero antes se confeccionó otro recibo que ambos firmamos.
Agregaron después que para recibir ese monto, había que legitimar esa cantidad de dinero ante el otro jugador con alguna cuantía que diera confiabilidad al contrincante, pero ellos no tenían tanto efectivo y me solicitaron que les prestara algo simbólicamente.
Uno de ellos me acompañó de nuevo hasta mi casa en un carro que alquiló, luego fuimos a un cajero automático para extraer más dinero y completar los 18.000 pesos y regresamos al lugar.
Al llegar, presentí que había algo turbio. Manifesté que no quería cobrar nada. Entonces me intimidaron y arrebataron el dinero y me obligaron a firmar otro papel donde decía que cobraba no solamente deuda de juego, sino por venta de droga.
El que se identificó como Miguel me invitó a que lo acompañase a buscar otra cantidad que guardaba allí cerca alguien a quien llamó por teléfono. Atemorizado, fui con él: lo único que me interesaba era marcharme, pues temía por mi vida.
El hombre, más ágil que yo, se adelantó y me dejó atrás. Cuando caminé hasta la esquina por donde dobló, no vi ni rastro de él.
Regresé a la habitación y cuando toqué la puerta me abrió un hombre que dijo ser el propietario. Me contó que esos tipos que yo les describí le habían alquilado el cuarto, pero se habían ido sin pagarle lo acordado. Me explicó que no se dedicaba a alquilar, que lo hizo por necesidad económica, porque tenía cuatro hijos que mantener.
Allí, en el piso, encontró los papeles que yo había firmado, y los guardó, según él, para defenderse ante cualquier investigación. En realidad, evitaba que yo pudiera tener pruebas para denunciar a la policía la trampa en la que había caído”.
Casos similares al de Adrián son frecuentes en La Habana. Y es que los timos y las estafas, principalmente a ancianos, están a la orden del día. Eso, por no hablar de los asaltos y robos con fuerza.
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