miércoles, 1 de mayo de 2024

Sin pan, pero con circo.

Por José Angel Pérez.

Un circo en la Ciudad Deportiva, en La Habana.

El pan se ha perdido, incluso ese ejemplar pequeñito y tosco que es parte de la “canasta básica” y de la historia más reciente de la nación cubana. Lo mismo sucede con la leche, esa que tan esencial resulta para el desarrollo de los infantes. La leche que provee el calcio, la leche que es básica para el crecimiento y la fortaleza de los huesos de los infantes está perdida. La leche se ha vuelto una de nuestras más grandes utopías.

La leche, esa que aporta un gran número de vitaminas y minerales está desaparecida en todo el archipiélago cubano, y quizá por eso se ha convertido en unas de las más grandes pesadillas de los padres y también una de las mayores añoranzas de padres y niños cubanos de la historia más reciente.

La leche podría ser algo así como el centro de todas nuestras añoranzas, la más grande “utopía” de Tomás Moro si es que reconociera la existencia del país, y más si tuviera hijos en Cuba; y en orden consecutivo podrían aparecer otras muchas añoranzas, entre ellas el pan, los huevos para la leve tortillita que iría a parar a ese espacio entre las dos minúsculas tapitas del pan.

La leche en Cuba es una utopía, tan utopía como la de Tomás Moro, pero también es utopía el plato de moros y cristianos que de seguro no conoció Tomás. Y es que nuestra vida se ha llenado de imaginaciones. Utopía es la ilusión de ser feliz con una mesa bien servida, una mesa rebosante de exquisiteces y ambrosías que no van mucho más allá del huevito frito.

Nuestra utopía es mucho más leve que la de Tomás, es más discreta. Nuestra utopía, nuestros sueños, son irrisorios, casi grotescos. Nuestra utopía es el pan untado con mantequilla, es el pan untado con aceite o el pan untado con pan. Nuestras utopías son delirios, son desequilibrios, inadaptaciones a la realidad, como suele suceder en casi todas las utopías, lo mismo en la de Tomás Moro que en la de los comunistas cubanos.

La utopía no es un circo, la utopía no es esa una carpa de circo que podría ser semejante a un pirulí. La utopía no es un caramelo, la utopía no es esa lona levantada sobre columnas de aluminio que un viento leve podría deshacer y hacer volar por los cielos. La utopía es alucinación, y los niños precisan algo más que alucinaciones. Los niños necesitan concreciones que el Gobierno sustituye con un poco de pan y mucho de circo.

El circo ese que han armado en los terrenos de la Ciudad Deportiva, en El Cerro, es la felicidad de muchos niños, y hasta de los mayores, sobre todo cuando dejaron resueltas las más urgentes necesidades de la casa, pero para otros es recordar, es sufrir, es constatar los malabares que hacemos los cubanos en la casa. Esos malabares que visibilizamos en todas las horas que el día tiene. Un circo y una venta de rositas y confituras alrededor de la carpa no es, de ningún modo, la felicidad.

Nuestra utopía, incluida la de los niños, no es una carpa de circo y una venduta de rositas de maíz y caramelos. Nuestra mayor utopía de hoy es el plato de arroz con una breve cubierta de frijoles. La felicidad no puede conseguirse jamás bajo una carpa de circo, bajo ese mundo de “voluntades y representaciones”.

Nuestras utopías no son, ni de lejos, la venta de chocolates y rositas de maíz bajo la carpa de ese circo. El circo no es la felicidad, el circo ya lo tenemos en la casa y está repleto de malabares y malabaristas, que así decía mi madre. El circo no es la felicidad real. El circo no sustituye a la felicidad real ni a la vida.

Cuba es una gran carpa de circo en la que los domadores resultan ser muy crueles, mientras el resto de los cirqueros da pena. El circo, la carpa, no es la felicidad, y eso lo reconocemos muy bien los cubanos que vivimos bajo una gran carpa de circo. Los artistas de ese circo de averiada carpa bajo la que vivimos desde hace más de 60 años, no comulgamos con esos malabares, porque malabaristas somos en cada uno de los días, porque nuestras vidas son, por voluntad de otros, la vida de un triste circo. 

El circo no será, bajo ninguna circunstancia, un sustituto de la felicidad real. Los cubanos hemos vivido desde hace más de 60 años bajo una carpa repleta de animales dóciles que sucumben a las ansias de depredadores vestidos de verde olivo, que traban de una dentellada a los animales más dóciles. Una carpa de circo en la Ciudad Deportiva de la capital no hará otra cosa que ponernos frente a nuestras limitaciones, frente a nuestras realidades. El circo es una metáfora de nuestras vidas.

Una carpa hace que nos miremos como los suplentes de esos animales que traspasan, para sobrevivir, el arco de fuego, y también el león dócil que se pliega al látigo, a la fuerza del látigo que golpea y hace reclamos de obediencia. El circo es un espacio de dictados funestos, de reclamos de obediencia. El circo es algo de pan para callar a las multitudes.

El circo, al menos en Cuba, al menos en esos terrenos de la Ciudad Deportiva, es una muestra del mundo como “voluntad y representación”. El circo propicia la visibilidad de los animales dóciles, de esos que resultaron ser domados tras una vida en libertad y rebeldía. El circo es una metáfora de Cuba, y a los domadores póngales usted el nombre, y, si le parece bien, sus facciones, la cara toda.

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