Por Luis Cino Álvarez.
La crisis que enfrenta la nación cubana, que es sin duda la peor de su historia, evidencia, entre otras cosas, el rotundo fracaso de la ingeniería social aplicada durante seis décadas por el régimen castrista.
Con la creación del llamado “hombre nuevo” preconizado por Che Guevara, se buscaba anular la individualidad de los cubanos, homogeneizarlos, para convertirlos en una masa manejable, obediente, que, incondicionalmente, pusiera los intereses del Estado por encima de los suyos propios. Pero los resultados no han sido los que esperaban los mandamases comunistas. ,
Lo que obtuvieron fue una chusma amoral, confundida, disparatada y cínica, experta en fingir, que ya va por su tercera generación.
Si dicen que no les interesa la política y no son capaces de reclamar democracia, tampoco sirve para cumplir, al pie de la letra, los deseos de los mandamases.
No se podía obtener algo mejor a base de adoctrinamiento, consignas, prohibiciones e imposiciones.
Hoy mucho se habla de la pérdida de valores entre las nuevas generaciones de cubanos. En realidad, la crisis de valores empezó cuando en los primeros años de régimen revolucionario pretendieron sustituir lo que calificaban como “la moral burguesa” por una “moral proletaria”. Y falló, no funcionó, porque la moral es una sola, cimentada en valores universales. Ahora, con tanto deterioro social, es imposible traer de vuelta esos valores.
Mucho daño hizo a las familias cubanas el empeño del Estado por separar a los niños y adolescentes de sus padres, en las edades que más necesitaban de ellos, para adoctrinarlos a su antojo en becas y escuelas en el campo, que se suponía fueran “la cantera del hombre nuevo”.
La educación gratuita que es presentada por el régimen y sus apologistas como uno de los principales “logros de la revolución”, ha registrado un notable deterioro en las últimas décadas. Para constatarlo, basta con escuchar a la mayoría de los jóvenes cubanos que, si no hablan en una jerga presidiaria y onomatopéyica, apenas pueden expresarse coherentemente, leerse un libro y menos redactar un párrafo sin errores ortográficos ni falta de concordancia.
Y ni les preguntes de historia. La que les enseñaron es una historieta distorsionada, manipulada y de un patrioterismo enfermizo que provoca rechazo, aun por los próceres de la patria -Martí incluido-, a los que asocian con “esto”.
El arte y la cultura cubana, salvo excepciones, cada día es de menos calidad. El régimen lo achaca a una “guerra cultural” que, de existir, parece estar perdiendo irremisiblemente.
Así, nos hemos convertido en un pueblo desorientado, sin sentido de pertenencia ni referentes, con muy baja autoestima nacional.
Para gran parte de los cubanos, principalmente los jóvenes, la única esperanza de futuro es irse del país. A donde sea, pero principalmente a Estados Unidos. Porque, paradójicamente, luego de seis décadas de prédica antiyanqui, hoy los cubanos son probablemente el pueblo más pronorteamericano de América Latina.
Pese al ateísmo de estado y el hostigamiento a los religiosos de las décadas de 1960 y 1970, cada vez, en busca de respuestas y esperanza, hay más creyentes en Jehová, Cristo, los santos católicos o los orishas. Pero a muchísimos de esos creyentes la fe les sirve de poco, en medio de la debacle en que viven, para hacerlos personas decentes. No es fácil serlo en un sálvese el que pueda donde priman el egoísmo, la avaricia, el marrullerismo, y la violencia.
En aquellos ambientes casi carcelarios de las escuelas al campo, becas y unidades militares, en los que se imponía la ley del más fuerte y más astuto, se formaron generaciones de gente frustrada pero que se acostumbró a vivir entre dificultades, siempre “inventando” y que enseñaron a sus hijos y nietos las tácticas de supervivencia que aprendieron para “resolver e ir escapando”.
Si antes saciaban el hambre en los platanales y naranjales, o robando en la cocina, el almacén, o en la mochila del de la litera de al lado, ¿qué podemos esperar que hagan ahora que vale todo en este despelote nacional?
Trabajando por salarios de miseria, malcomiendo de la libreta de abastecimiento, con la casa cayéndose, se han aburrido de escuchar hablar de un futuro que nunca llegó. Nunca pudieron elegir a sus gobernantes; cuando más, eligieron al delegado de circunscripción del Poder Popular. Como había jefes infalibles que velaban por su pureza ideológica, tampoco pudieron elegir qué libros leían, qué películas veían, qué música escuchaban o qué moda les era permitida usar. Si prácticamente ni siquiera pudieron elegir lo que comían, que era “lo que había”, lo que venía a la bodega o la carnicería, lo que apareciera, aunque fuera bazofia apestosa.
Los que, obedientes o simulando, lograron llegar a la universidad solo para revolucionarios o conseguir buenos empleos, para los que exigían “confiabilidad e idoneidad”, no podían descollar demasiado por sus ideas innovadoras, y tenían que cuidar lo que decían, a quién y en qué momento, porque los podían catalogar como “autosuficientes, individualistas, conflictivos e hipercríticos”. ¡Y ay si les detectaban “problemas ideológicos”!
¿Cómo podía esperarse que de un medio así, con ese mediocre material humano, pudieran surgir cuadros y funcionarios con dos dedos de frente y capaces de generar iniciativas valiosas a la hora de relevar a los ancianos de la llamada “dirigencia histórica”?
No es de extrañar que los ministros y todo el equipo de gobierno de Díaz-Canel, el más mediocre e inepto que ha conocido la historia de Cuba, hayan llevado a la nación al actual atolladero.
Los actuales dirigentes de la continuidad castrista han llegado a donde están hoy porque siendo asiduos practicantes de la doble moral, se formaron obedeciendo las órdenes sin chistar, siempre aplaudiendo, repitiendo gastadas consignas, chivateando, adulando a los jefes y dejando que los mandamases de encima pensaran y decidieran por ellos. ¿Qué podía esperarse que no fuese el actual desastre?
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