Por Alfredo M. Cepero.
La condena de Donald Trump me traslada en tiempo y espacio a las satrapías del Oriente Medio y a las dictaduras de América Latina. No se le ha condenado por haber delinquido. Se le ha condenado por el simple hecho de existir. Por el simple hecho de representar una amenaza al poder fraudulento del gobernante de turno. Los padres de la patria americana -que fueron los primeros en crear una democracia para las edades- deben de estar revolviéndose en sus tumbas. Se le persigue y se le castiga sin haber cometido delito alguno.
Donald Trump fue condenado por supuestamente falsificar los archivos de sus negocios para aspirar en la campaña presidencial de 2016. Me pregunto entonces que pintaban la dama de “vida alegre” Stormy Daniels y el diletante irredimible de Michael Cohen en el banquillo de los testigos. Sé que el juez Juan Merchan -un furibundo aliado de Joe Biden y Barack Obama- manipuló a los 12 jurados con instrucciones parcializadas pero nunca identificó con claridad el delito o los delitos cometidos por Donald Trump. No los identificó porque no existían. Por eso no tuvo otra alternativa que inventarlos.
Después de deliberar durante dos días un jurado de Nueva York lo declaró culpable de 34 acusaciones relacionadas con un pago de $130,000 a la actriz de películas pornográficas Stormy Daniels. La fiscalía argumentó que Daniels había recibido el pago para que no divulgara sus relaciones íntimas con Donald Trump con anterioridad a las elecciones de 2016.
El juez Merchan ha programado la sentencia de Trump para para el 11 de julio a las 10 de la mañana. Ese día el juez decidirá si el castigo del ex presidente incluirá pena de cárcel, multa, probatoria o una combinación de ellas. Por su parte, el abogado de Trump, Todd Blanche, ha dicho que apelará la sentencia tan pronto como le sea posible.
Ahora yo me preguntó: ¿Desde cuándo y en que legislación es un delito sostener relaciones sexuales con una mujer adulta que accede libremente a ellas y cobra por sus servicios? La única respuesta que se me ocurre es en unos Estados Unidos presididos por un anciano delirante manipulado por un comunista que llegó a la Casa Blanca simulando ser un demócrata y se llama Barack Hussein Obama.
Aunque se celebró en Nueva York, el juicio ha sido un circo en el pantano pestilente que es la ciudad de Washington. Dicho sea de paso, no pueden haber elementos más similares en las aspiraciones y en la conducta que un político y un artista de circo. Ambos se ganan la vida vendiéndonos la mentira y la fantasía. El mejor ejemplo lo tenemos en quien fuera el alcahueta de Trump que hace alardes de ser abogado y se llama Michael Cohen.
Por otra parte, la tragedia de Donald Trump ha producido resultados inesperados. Republicanos de la “vieja guardia” han cerrado filas para defenderlo. Ese es el caso del veterano Mitch McConnell líder de los republicanos en el Senado, quién nunca ha sido amigo del ex presidente. Uno que si es su amigo y se ha puesto a su lado es el presidente de la Cámara de Representantes, Mike Johnson.
Algo que sí era de esperar es el aumento de las donaciones a la campaña política de Trump. Los miembros de la campaña de Trump anunciaron en Tweeter que las páginas Win-Red-cuenta donde se depositan las donaciones-habían colapsado. Los americanos de los dos partidos, de todas las filosofías, todos los sexos y todas las razas se unieron a un Donald Trump convertido en víctima. Así es este pueblo: siempre solidario con las víctimas.
¿Piensan los lectores que las cosas son turbulentas en el Capitolio por estos días? Lo son en la actualidad y lo fueron en el pasado. Hace unos días tuvimos la confrontación entre dos gladiadoras irreconciliables de la política actual: la zurda Alexandra Ocasio-Cortés y la conservadora Marjorie Taylor Greene.
Ahora bien, el caso de Donald Trump no es nada nuevo en la política de los Estados Unidos. Desde la fundación de la república la política americana ha sido conflictiva, hasta el extremo de ser desagradable. En el año 1,800 se dijo a los electores que Thomas Jefferson, redactor de la Declaración de Independencia, destruiría al país y promovería la prostitución, el incesto y el adulterio.
En 1804, un duelo le costó la vida a uno de los más ilustres padres de la patria, Alexander Hamilton. Pero no puso fin a los duelos. Los congresistas iban al capitolio armados con chuchillos y revólveres. En 1838, el representante, William Graves, de Kentucky, dio muerte al representante, Jonathan Cilley, de Maine. El congreso puso fin a los duelos en 1839, pero la violencia siguió su “agitado curso.” En 1856, Preston “Bully” Brooks, un representante de Carolina del Sur, atacó al Senador por Massachusetts, Charles Sumner, con la punta de oro de su bastón.
En conclusión, Donald Trump es el primer presidente condenado por un delito mayor-felonía en inglés-pero este no es el último capítulo de esta novela. Ese capítulo lo escribirán los votantes americanos cuando lo devuelvan a la Casa Blanca el próximo 5 de noviembre. Entonces-como decía mi abuelo-van a “llover railes de punta”.
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