Por Iván García.
Los días fríos y húmedos son el enemigo público número uno de los mendigos habaneros. Cuando llega un norte y el sol se esconde, los indigentes desparecen por arte de magia.
En la barriada de la Víbora, cerca de la Plaza Roja -que no es plaza ni está pintada de roja- una decena de mendigos se ha apropiado de una esquina con amplios portales que les sirven de cama, techo y mesa. También de quincalla ambulante.
Luis, uno de los indigentes con domicilio en la céntrica esquina de Carmen y 10 de Octubre, desde bien temprano con sus compinches pordioseros, rompe a tomar un ron casero elaborado con carbón y mierda de vaca, de olor nauseabundo y casi imposible de tragar.
Cuando el sol calienta, ya están ebrios. Sin ningún alimento en el estómago y luego de alguna riña ocasional con algún transeúnte, como moscas caen sobre los cartones que les sirven de colchón.
En La Habana los mendigos se han vuelto habituales. En sus primeras dos décadas, la revolución de Fidel Castro logró barrer la indigencia de las calles. Sí, habían vagabundos simpáticos y estrafalarios como El Caballero de París, que se creía un duque español y recitaba poemas de Lorca o Machado.
Era una atracción para los capitalinos, quienes charlaban con ese loco genial y compasivo que fue el Caballero de París. Después de muerto, los especialistas en mercadotecnia, lo convirtieron en un fetiche y hasta una efigie de bronce le han erigido en el corazón de la parte antigua de la ciudad. El compositor Gerardo Alfonso le dedicó una canción (http://www.youtube.com/watch?v=5fbiZGbAOxU).
Pero estos mendigos del siglo 21, casi todos nacidos con la revolución, son seres huraños. Una mezcla de esquizofrenia y violencia. No articulan más de 200 palabras y se mueven como ratas en las madrugadas para desvalijar los latones de basura.
Algunos son dementes incurables. Su lugar debiera estar en clínicas siquiátricas. Pero los indigentes habaneros temen ser recluídos en una sala del tristemente célebre hospital de Mazorra, donde en enero de 2010 las vejaciones, bajas temperaturas y el hambre provocó la muerte de 26 enfermos mentales.
Prefieren vivir en la calle. Se alimentan de sobras dejadas en platos de cafés y restaurantes. O desperdicios de comida encontrados en contenedores de basura. Duermen donde les coja la noche: parques, portales o escaleras de edificios.
Por unos pocos pesos suelen hacer de todo. Limpian canteros, recogen materia prima, piden dinero en lugares concurridos (sobre todo a turistas), y en los semáforos de las avenidas populosas pasan un trapo a los parabrisas de los autos.
A falta de familia y hogar, su pasatiempo favorito es beber a pulso, en grandes cantidades de un ron fulminante, especial para pobres y olvidados. Un brebaje letal que noquea al terminar el litro.
Sólo el frío logra ahuyentarlos de sus habituales refugios callejeros. Alarmado por el aumento del número de pordioseros en La Habana, una personalidad de la iglesia católica se ha sensibilizado y estudia cómo la filial cubana de Caritas y los templos pudieran ayudar a ese ejército de miserables.
La prensa oficial, ciega ante los problemas de la ciudadanía, prefiere darle publicidad a noticias esperanzadoras y reportar cuanta cifra de producción se cumpla, en cualquier provincia.
Por su parte, el artífice mayor de una revolución que juró eliminar la mendicidad, mira para otra parte. Su vista está en temas debatidos en los centros de poder mundial. Desde las crisis capitalistas hasta esa guerra atómica -que según él- está por venir.
Los planes de su hermano para echar a andar la economía no contemplan la eliminación de la indigencia. El cuadro es desolador.
La economía por los suelos. Poco dinero en las arcas estatales y un millón 300 mil trabajadores en paro a la vuelta de tres años. Visto así, quizás para los gobernantes el aumento de la mendicidad sea un mal menor. Prefieren pasar la página.
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