Por Esperanza Aguirre.
Lo verdaderamente asombroso de esta cumbre de la Celac es la naturalidad con la que casi todos los dirigentes de los países participantes han rendido su tributo de admiración a la dinastía de dictadores que sojuzga Cuba desde hace 55 años
RAÚL Castro, presidente de Cuba por la gracia de su hermano y por esa irresistible propensión que los comunistas tienen a crear dinastías de tiranos, clausuró el pasado miércoles en La Habana la III Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac).
Esta Celac, cuya primera cumbre tuvo lugar en Caracas en diciembre de 2011, agrupa a todos los estados de América, excepto Estados Unidos y Canadá. Y aunque está fundada sobre las buenas intenciones habituales (impulsar el desarrollo y la cooperación de los países americanos), esta Celac actúa de hecho como un grupo de presión contra los Estados Unidos. Esto se puede comprobar con la Declaración de La Habana que acaban de aprobar, en la que lo más sustancial es el rechazo del embargo de Estados Unidos sobre Cuba o la protesta por el hecho de que Cuba figure en la lista negra que Washington tiene de los países que apoyan el terrorismo. Mientras que en esa declaración no hay ni una línea que denuncie la dictadura castrista ni un mínimo gesto hacia los cubanos que se juegan la vida, la libertad y la subsistencia por defender un cambio democrático en la isla.
Pero lo verdaderamente asombroso de esta cumbre es la naturalidad con la que casi todos los dirigentes de los países participantes han rendido su tributo de admiración a la dinastía de dictadores que sojuzga Cuba desde hace 55 años. Incluso con visitas al siniestro patriarca que implantó el régimen comunista que ha arruinado la República, ha arrebatado la libertad a los cubanos y los ha condenado a la pobreza, cuando no a la miseria.
En una época como la nuestra, en la que todos los dirigentes políticos del mundo quieren hacer gala de su carácter democrático y en la que, al menos de boquilla, todo el mundo abjura de las dictaduras, esa complacencia, cuando no admiración, hacia la dictadura castrista resulta verdaderamente escandalosa.
Y solo se explica por la benevolencia con la que en el mundo libre y democrático se sigue contemplando al comunismo. A pesar de que está archidemostrado que el comunismo es el sistema político más nefasto que ha inventado la Humanidad, a pesar de que ya conocemos con detalle muchos de los horrores que el comunismo ha producido, desde Lenin y Stalin en Rusia hasta Pol Pot en Camboya o la Revolución Cultural en China, a pesar de que ya no se pueden esconder las siniestras y excéntricas barbaridades de los Ceaucescu en Rumanía y de los Kim en Corea del Norte, todavía hay dirigentes democráticos que dedican sus sonrisas y sus afectos a un comunista como Fidel Castro.
¿Alguien puede imaginarse a un jefe de Estado o de Gobierno de un país libre yendo a rendir visita y homenaje a alguno de los dictadores no comunistas que en América han tenido, como Pinochet o como Stroessner? No se atrevería ninguno porque la prensa libre de sus países democráticos los crucificaría. Y con razón. Sin embargo, visitar a un tipo como Fidel y sonreír a su lado no solo les sale gratis a los dirigentes que van a hacerle la ola, sino que, probablemente, van a verle, precisamente, porque creen que una foto con ese anciano con chándal les da réditos electorales en sus países de origen. Y lo triste es que quizá sea así.
Es una batalla ideológica de largo alcance, la que todavía hay que librar para acabar con ese plus de legitimidad que sigue teniendo el comunismo en la opinión pública de los países libres. Un plus de legitimidad que lleva a homenajear y honrar a dictadores como Fidel o a mirar con una injusta benevolencia los desmanes de los muchos regímenes comunistas que han oprimido a sus semejantes.
O que nos lleva, como nos pasa en España, a criticar cualquier recuerdo positivo de la dictadura franquista y a no decir nada de los crímenes de los comunistas españoles en el pasado de nuestra Patria. Un pasado, precisamente, sobre el que ellos más que nadie insisten una y otra vez en volver.
A la vista de este tipo de comportamientos en los países libres, no queda ninguna duda de que la lucha por la libertad aún tiene mucho camino que recorrer.
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