Siempre creyó en Dios o en alguna deidad del santoral afrocubano. Nunca leyó literatura marxista ni le gustaban los soporíferos filmes bélicos de la desaparecida URSS. Germán, 51 años, es como es. Un funcionario intermedio del Ministerio de Comercio Interior con carnet del partido comunista que ha hecho dinero y labrado un estatus de privilegiado, saqueando con más o menos disimulo los almacenes estatales de víveres.
Es dueño de un Chevrolet 1958 modernizado y cuidado al detalle. Es fan a los productos Made in USA, desde un iPhone a un vaquero Guess. Por El Paquete sigue los seriales estadounidenses y la MLB. Con puntualidad religiosa, a diario juega 200 pesos en la lotería ilegal conocida como la bolita. Bebe más alcohol que el recomendable. Tiene dos amantes y le gusta compartir con sus socios en una casa alquilada en la playa, donde no faltan masas de cerdo frita y ‘muchachitas’.
En las dos décadas que lleva como cuadro (dirigente) ha sabido nadar y guardar la ropa. El enrevesado sistema le ha permitido tener una casa confortable con aire acondicionado y nunca le falta comida. Su calidad de vida no la obtiene mediante el salario. No. La mantiene lucrando y manejando como un experto financiero disimiles trucos contables.
Los cubanos, expertos en reacomodar el lenguaje español a su gusto, utilizan diversas metáforas para camuflar una palabra tan hiriente como robar: luchar, inventar, estar en el tíbiri tábara… A cada rato, cuando sube la marea y el régimen verde olivo comienza a practicar auditorías a las empresas del Estado, Germán entra en modo de hibernación.
Las redes de corrupción que se han tejido en seis décadas de castrismo son vastas, funcionales y metódicas. El propio Germán cuenta que “en los trueques entre compañeros nunca media dinero. Por ejemplo, yo le resuelvo una pierna de puerco y tres cajas de cerveza a un funcionario del partido municipal y, a cambio, cuando lo necesite, el tipo me gestiona una casa en la playa o me avala para un ascenso dentro de Comercio Interior”.
Esa existencia disipada tiene un apartado inviolable: “Cuando el partido o la revolución te reclama, uno tiene que dar el paso al frente”. Eso se traduce en que debes participar en las marchas convocadas por el gobierno, votar a favor en cualquier remedo electoral y gritarle improperios a cualquiera, sea disidente o no, que quiera promover un cambio en el país. El perfil de Germán se repite en la Isla con diferentes historias y estrategias.
Estos burócratas impertérritos, que pueden sumar uno o dos millones de personas, se mueven dentro de todas las instituciones del Estado. A cambio de silencio, conveniencia o simple oportunismo, como si fueran un cáncer, hacen metástasis en las estructuras económicas, sociales y políticas de la sociedad cubana. No son ministros ni dirigentes de alto rango. Son los tornillos y peones que permiten el funcionamiento del sistema. Como papagayos repiten las consignas del momento y forman una casta que apoya a los gobernantes y avala el desastre económico nacional.
De esa clase singular, similar a la de otros sistemas totalitarios, el mercado negro se mantiene abastecido y la gasolina fluye para el transporte privado. A cambio, lealtad a Fidel, Raúl y al socialismo irrevocable.
Gracias a ellos, el régimen tiene asegurado un 20 por ciento de los votos de apoyo a su causa. Otra cifra similar representan los gestores del sistema: ministros, asesores, oficiales de las FAR y el MININT, dirigentes y funcionarios de primer nivel y sus familiares, quienes detestan la democracia porque tendrían que ser transparentes, rendir cuentas y no podrían detentar el poder ilimitadamente.
Otra clase son los indiferentes, personas que justifican su aparente respaldo al gobierno con innumerables argucias. “En los colegios electorales hay cámaras que captan el voto de cada persona. Si no voy a votar me marco en mi centro de trabajo y si voto No, puedo traerle problemas a mi hijo que estudia en la universidad”, dicen. Por lo general, son hombres y mujeres que trabajan en hoteles y empresas con capital extranjero.
Y están los revolucionarios, aunque mucho menos que antes. Cubanos que siguen creyendo la Revolución y van votar Sí en el referendo del 24 de febrero. Son los llamados ‘comecandela’, cubanos que tienen entre 60 y 80 años y no necesitan favores a cambio de lealtad. Viven mal, comen peor y sus viviendas amenazan con venirse abajo. Están ya en extinción, como el ornitorrinco, pero a los que quedan, sus vecinos los tildan de locos, escleróticos, viejos gruñones.
Casi todos son comunistas de corazón y han leído a Lenin y a Marx. Fueron o siguen siendo milicianos y algunos combatieron en Playa Girón, Etiopía, Angola. Les cuesta creer que ahora son tontos útiles. Cuando usted le muestra las fotos de hijos y nietos de los principales dirigentes, cenando mariscos, paseando en yate, vacacionando en Europa y vestidos con accesorios de marca del ‘enemigo imperialista’, afirman que es parte de una conspiración de la CIA..
Son estos, esencialmente, los que por un motivo u otro sostienen a la autocracia verde olivo. Exceptuando los altos cargos civiles y militares y un pequeño sector de castristas a prueba de cohetes, la mayoría de la población aplaude la narrativa oficial sin cuestionarse nada. Desde hace 60 años, el instinto de supervivencia los ha obligado a fingir.
Es a esa gente a quien la oposición en Cuba tiene que convencer si queremos comenzar el camino de la democracia.
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