Por Sergio Ramírez.
Una palabra que define a mi generación es “antimperialismo”. Expresaba un deseo de independencia y autodeterminación. La Revolución cubana se convirtió en la panacea para ese sentimiento. Pero hoy ya no se trata de escoger entre izquierda o derecha, sino entre autoritarismo o democracia.
Los guerrilleros enmontañados en la Sierra Maestra fueron míticos en mi adolescencia. Escuchar a escondidas la cubana Radio Rebelde en las noches de Managua, haciendo girar el dial hasta localizar la estación clandestina en onda corta, se volvía un ritual. En las fiestas era prohibido que las orquestas tocaran el himno “Sierra Maestra” cantado por Daniel Santos. Aparecían las banderas rojinegras del Movimiento 26 de Julio en los árboles y los soldados del ejército de la dinastía Somoza subían rabiosos a arrancarlas. Era la misma bandera que Sandino había enarbolado en las montañas de las Segovias, en Nicaragua, y que había conocido en sus años en México como símbolo de los anarcosindicalistas.
Si busco una palabra que defina a mi generación, la del medio siglo, es “antimperialismo”. Estaba de alguna manera en nuestros genes tropicales, y estaba en el aire cargado de pólvora y en el fermento de rebeldía que crecía en los movimientos estudiantiles de izquierda desde las universidades. También en las lecturas de iniciación, Escucha, yanqui del sociólogo estadounidense C. Wright Mills y en Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, a la par del anticolonialismo. Pero sobre todo definió la imagen que nos hicimos de la Revolución cubana como la gran panacea de liberación de los pueblos oprimidos.
El 8 de enero de 1959, Fidel Castro pronunció un discurso a sus seguidores en Columbia, la base militar de Fulgencio Batista, ahora llamada Ciudad Libertad. Credit Associated Press
El 1 de enero de 1959, cuando Fulgencio Batista huyó de Cuba, la tradicional procesión de varones católicos que culminaba en la Plaza de la República en Managua, frente a la catedral metropolitana, se convirtió en un verdadero mitin de celebración, y las voces clamaban en coro que el próximo en salir sería Luis Somoza Debayle. ¿Si cayó Batista por qué no iban a caer los Somoza?
Era algo más que la fe en una reacción en cadena. La lucha de seis años de Augusto César Sandino, entre 1927 y 1933, contra las tropas de ocupación de Estados Unidos, había plantado un ejemplo de antimperialismo entre los jóvenes; y en 1954, poco antes del triunfo de la Revolución cubana, el gobierno legítimamente electo del coronel Jacobo Arbenz en Guatemala había sido derrocado mediante una conspiración dirigida desde Estados Unidos y orquestada por los hermanos Dulles. Allen Dulles era jefe de la CIA y a la vez miembro del consejo directivo de la United Fruit Company, y su hermano, John Foster Dulles, el secretario de Estado estadounidense durante el gobierno de Dwight Eisenhower y abogado de la misma compañía, a la que Arbenz había expropiado unas tierras ociosas para su programa de reforma agraria.
Agravios había suficientes, y la idea de imperialismo era inseparable de la idea de dictadura. En julio de 1956, cuando se celebró en Panamá la Cumbre de las Américas, la mayoría de los presidentes que rodeaba al general Eisenhower pertenecían al mismo zoológico de dictadores: el general Fulgencio Batista de Cuba, el general Anastasio Somoza de Nicaragua, el coronel Carlos Castillo Armas, impuesto en Guatemala en lugar de Arbenz; el general Paul Magloire de Haití, el general Marcos Pérez Jiménez de Venezuela, el generalísimo Héctor Bienvenido Trujillo de República Dominicana, Manuel Prado del Perú, el general Alfredo Stroessner de Paraguay. Todos provenían de golpes de Estado o de elecciones fraudulentas y todos eran aliados incondicionales de Estados Unidos en plena Guerra Fría, campeones del anticomunismo.
El 19 de julio de 1994, Daniel Ortega dio un discurso para conmemorar el aniversario número quince de la Revolución sandinista en Nicaragua. Credit Reuters
El sentimiento antimperialista era parte esencial del imaginario político latinoamericano, en cuyo revés se leía soberanía, independencia, autodeterminación. La Revolución cubana interpretó con creces ese sentimiento, bajo la consigna de Fidel Castro de que había que convertir la cordillera de los Andes en la Sierra Maestra de América Latina; y, así, en aquel mismo año de 1959 se dio una inmediata oleada de desembarcos guerrilleros, apoyados por Cuba, en Nicaragua, Panamá, Haití, República Dominicana y Venezuela.
Ganar el poder por las armas y desmantelar una dictadura corrupta como la de Batista en Cuba significaba el inicio de un proceso que no podía ser sino radical y la expropiación en 1960 de las compañías de capital estadounidense no era solo una reivindicación política, era un acto de soberanía: al transferirse las empresas extranjeras a manos del Estado, la plusvalía se invertiría a favor de los pobres. Esa era una conclusión política económicamente errónea, pero entonces tenía más peso la retórica encendida.
Las imágenes estaban a mano y resultaban eficaces: era el imperialismo el que había sostenido a Batista, el que había convertido a Cuba en un gran casino de juego y en un burdel, el responsable de la miseria y del analfabetismo. Todo eso es lo que la Revolución iba a cambiar.
Las expropiaciones en Cuba generaron el embargo económico, comercial y financiero impuesto por Estados Unidos el mismo año, pero, otra vez, la respuesta fue retórica: el pueblo, con organización, voluntad y disciplina, sería capaz de vencer todos los escollos. Y conformarse con la libreta de racionamiento.
Cuando al producirse en 1961 la invasión de Bahía de Cochinos -o Playa Girón, para los cubanos-, organizada y armada por Estados Unidos con la complicidad de Guatemala y Nicaragua, Fidel Castro proclamó el socialismo ante los micrófonos, este concepto se volvió indisoluble con el de antimperialismo. En el imaginario de la izquierda latinoamericana, la declaración venía a ser una respuesta lógica frente a la agresión.
David se defendía contra Goliat y el hecho de que Cuba se hallara apenas a 90 millas de distancia de Estados Unidos, le daba un carácter heroico al desafío. De allí en adelante, la creación en 1965 del Partido Comunista como fuerza política única, el socialismo reivindicador transformado en doctrina marxista-leninista, la alineación estratégica con la Unión Soviética a partir de 1962, entraron de manera acrítica en el imaginario de la izquierda, vistas como medidas defensivas y de protección de un proceso de liberación que de otra manera sería avasallado: Cuba sí, yanquis no.
La supresión de la libertad de pensamiento y opinión, la falta de medios de comunicación independientes, la prohibición de organizar partidos políticos, de entrar y salir libremente del país y todas las demás carencias democráticas quedaban sepultadas por la avalancha retórica que privilegiaba la democracia popular y desechaba la democracia representativa como parte de la oscura herencia del Estado burgués y proimperialista, contrario al socialismo.
Este sentimiento de adhesión generalizado en la izquierda, cobijaba también a los intelectuales latinoamericanos casi sin excepción, incluidos los escritores del boom. Ser de izquierda era ser antimperialista y cuando se decía “intelectual comprometido”, implicaba un compromiso con la izquierda y con la Revolución cubana misma.
Las rupturas ocurrirían más tarde, cuando en marzo de 1971 el escritor Heberto Padilla fue encarcelado a raíz de una lectura de sus poemas en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y luego obligado a una infame confesión pública de sus pecados, entre ellos su propia obra literaria.
Pero ya antes se habían presentado otros factores de tensión: la persecución contra los homosexuales y su internamiento en campos de concentración, la invasión de las tropas soviéticas a Checoslovaquia en 1968, respaldada por Fidel Castro. El primero en caer en los dientes de la trituradora fue el escritor mexicano Carlos Fuentes, acusado desde Casa de las Américas de “frívolo, cobarde y oportunista”.
Bajo la propuesta maniquea de que estar en contra de Cuba era estar a favor del imperialismo, muchos intelectuales de izquierda siguieron siendo defensores de la Revolución cubana. Sin embargo, creció cada vez más el número de quienes asumieron una posición crítica y desencantada.
El triunfo de la Revolución sandinista en Nicaragua en 1979, revivió el fervor de la izquierda y atrajo el apoyo de intelectuales y escritores que se habían decepcionado de la Revolución cubana. Y, mientras tanto, la posición antagónica del gobierno de Ronald Reagan contra el sandinismo, al punto de armar y financiar a las fuerzas de la contra, renovó también el imaginario de David contra Goliat y el viejo antimperialismo.
De adolescente me encandiló la Revolución cubana, y buena parte de mi juventud la entregué a la Revolución sandinista, con lo que hubo en mi vida dos revoluciones, algo fuera de lo común.
Hoy en día ya no es posible hablar de intelectuales comprometidos como sinónimo de intelectuales de izquierda, pues las escogencias han cambiado.
El socialismo del siglo XXI, símbolo de la tercera revolución socialista en América Latina, nunca llegó a ser un paradigma ni el fallecido presidente venezolano Hugo Chávez, un héroe universal del antimperialismo, salvo para los partidos y movimientos de la izquierda tradicional agrupados en el Foro de São Paulo, con una línea oficial bien demarcada.
Cuba, Nicaragua y Venezuela, representan modelos obsoletos, cuestionados precisamente por encarnar dictaduras militares que violentan los derechos humanos y han fracasado en crear bienestar eliminando la pobreza, como se supone era el propósito de las revoluciones.
La escogencia hoy no es entre revolución o imperialismo, sino entre autoritarismo y democracia. Y surge para mí otra elección insoslayable, entre izquierda democrática e izquierda autoritaria.
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