jueves, 3 de enero de 2019

Nacida en el año del error.

Por Zoé Valdés.

Nací en La Habana el 2 de mayo de 1959. En enero del mismo año los guerrilleros, barbudos, supuestos redentores bajo el mando del bueno, Fidel Castro, dieron al traste con unas elecciones presidenciales que habían tenido lugar el 3 de noviembre de 1958 y en las que había ganado Andrés Rivero Agüero, entonces primer ministro del Gobierno de Fulgencio Batista y Zaldívar, más conocido por el malo de la película.

El que había sido hasta entonces presidente de Cuba, el respetado, más que temido, Batista, devolvía la democracia que él mismo había hurtado mediante un necesario cuartelazo, el 10 de marzo de 1952, aplaudido por el pueblo, sin derramamiento de sangre.

¿Huyó Batista con sus allegados en enero de 1959 o dejó el poder a los insurrectos, a sabiendas de que había cumplido con la promesa de restituir la democracia a Cuba? La fuga tuvo más que ver con la traición de una banda de militares y el rechazo que Estados Unidos había perpetrado contra su persona, como afirma el libro El cuarto piso, del embajador norteamericano Earl E. T. Smith, más los artículos de Herbert Matthews, el periodista de The New York Times, que dieron a conocer al pichón de gallego, blanco y de buena familia, hijo de un militar español que había llegado a la isla para combatir contra los mambises durante la Guerra de Independencia y terminó como latifundista, esclavista, asesino de haitianos y ladrón tierras.

Fidel Castro, de 33 años, con toda su ira, sus complejos de bastardo (Ángel Castro no lo reconoció hasta mucho más tarde, era la criatura concebida con la criada de la casa) y su proverbial incultura, fue preferido por el Gobierno norteamericano, antes que el mulato que, desde pequeño, huérfano de madre, trabajó rudamente, forjándose en medio de la pobreza, estudiando y preparándose luego como militar y maestro, apoyado por su padre, Belisario Batista Palermo, quien había sido un héroe mambí en las tropas de Antonio Maceo, el Titán de Bronce, héroe de la libertad y la independencia.

A pocos meses del triunfo de uno de los peores tiranos que ha tenido la humanidad, visto sin embargo como un salvador al estilo hollywoodiense, respaldado por Estados Unidos con la intención de que encauzara el destino de mi país, nací yo; en el seno de una familia mestiza, pobre por parte materna y de burguesía media por la paterna. Mestizaje el mío poco corriente. Mi abuela materna, de origen irlandés, pisó la isla con dos años de edad. Su padre, llegado antes, había luchado también durante la Guerra de Independencia, del lado mambí. Mi abuelo chino, originario de un poblado de artistas de Sichuán, arribó tras las huellas de su padre, quien le había antecedido, cada uno por su parte habían sido negociados en calidad de esclavos. Mis abuelos paternos, de origen canario, eran oriundos de Ciego de Ávila; mi abuela se mudó a La Habana, allí conoció al dueño de dos modestas mueblerías ubicadas en Centro Habana, a él se unió.

Cuando mi padre conoció a mi madre trabajaba en una de las dos mueblerías de su padrastro, contaba 21 años. Mi madre servía café cubano en la Cafetera Nacional, recién cumplía 26 años. Se enamoraron bailando con "Camarera del amor" interpretada por Benny Moré en una victrola del bar junto al muelle habanero Two Brothers.

Gustavo Valdés Téllez, ebanista, simpatizaba con el violento Movimiento 26 de Julio de Fidel Castro, envió dinero y medicinas a la Sierra Maestra. Debajo de mi cuna de recién nacida se ocultaron armas, y cajas de brazaletes rojinegros fueron guardadas en los estantes de las mueblerías; hasta que Fidel Castro nacionalizó los establecimientos y comercios, apoderándose del país y su sistema económico.

Mi madre, católica, apolítica; mi abuela, católica, santera y batistiana. Al tiempo, mi padre, arrepentido, se convirtió en "gusano" (término despectivo usado por los castristas), su actitud lo condujo a la cárcel durante cinco años sin juicio. Tras las condenas y fusilamientos masivos, las sucesivas persecuciones de religiosos y homosexuales, y de cualquiera que no pensara igual a los mandamases, mi madre se politizó en contra del régimen, mi abuela siguió siendo batistiana hasta su muerte, sumida en el más conveniente de los silencios, o en un discreto sotto voce que sólo rompía conmigo.

El amor de mis padres terminó lejos de cantinas y canciones; mi madre y yo nos mudamos a un estrecho cuarto en un solar. Iniciamos una nueva existencia en los albores del aquel enrarecido sistema, que no paraba de recholatear y sandunguear en las calles, bajo slogans e himnos, al son de destruir lo viejo para construir lo nuevo, relajo y choteo (aconsejo la lectura de Indagación del choteo, de Jorge Mañach), delatores y traidores.

Cambiaron la moneda, el dinero dejó de valer, la gente se quedó con lo puesto y la calderilla en los bolsillos. Nadie sería rico, ni medio rico, todos serían pobres, más pobres. Salvo los barbudos que tomaron por asalto las residencias y mansiones, así como barrios enteros de los ricos y menos ricos, y expoliaron hasta la última de las pertenencias, como también se apoderaron de los ahorros y los sueños. Las joyas de las damas de la burguesía habían ido a parar hacía tiempo a las arcas de la guerrilla castrista, arrebatadas sin escrúpulos.

La utopía devino infernal. La isla paradisíaca se transformó por la maña castrista en infierno.

Los médicos y excelentes profesionales debieron marcharse tras la intervención de consultas y negocios, obligados mediante persecuciones individuales. A la espera de que aquel delirio no durara.

Castro profería insultos y vejaciones contra Estados Unidos, intervino cada uno de los intereses norteamericanos. El 3 de diciembre de 1961 se produjo el rompimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Desde el segundo año de revolución, el hambre y la miseria devastaron el país. La propaganda y el terror paralizaron a la población.

Así ha sido hasta ahora. Nada ha variado. Nada variará mientras el comunismo y el socialismo castrista imperen en la isla. Aunque ellos fracasaron con su Revolución, al cabo de 60 años hay que reconocer que los otros también han fracasado en su intento de liberación. Demasiado cerca de Estados Unidos, demasiado cerca… Y demasiado lejos de uno mismo.
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