Por Roberto Jesús Quiñones Haces.
Desde 1959 comenzó la intervención militar cubana en el continente americano, aunque los ejemplos más conocidos sean los de la guerrilla del Che Guevara en Bolivia, el apoyo al Movimiento Tupamaro, al Movimiento de Izquierda Revolucionaria en Chile y a las guerrillas centroamericanas.
En todos esos escenarios los revolucionarios debían convertirse en “una fría máquina para matar”, según palabras textuales del sanguinario argentino.
Hay quien afirma que ese apoyo castrista llegó incluso a movimientos subversivos estadounidenses como las Panteras Negras o el Ejército Simbionés de Liberación Nacional.
Esa política violenta cambió posteriormente para dar paso a otra dirigida a minar la democracia desde sus propias bases, una idea proclamada por Gramsci, cuyos frutos son harto evidentes.
Hoy también se conoce la influencia del castrismo en los triunfos electorales de Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y Luiz Inácio Lula da Silva. El apoyo a esos gobiernos, ha aportado a la dictadura cubana significativos réditos políticos y económicos que han servido para refrendar en los foros internacionales su presunta legitimidad y enriquecer aún más al clan de la familia Castro.
Con respecto a la calamitosa situación en que hoy vive nuestro pueblo, esos políticos que defienden al castrismo ―como los tres monos sabios― no ven, no oyen ni hablan absolutamente nada.
Unidos a ellos hay una larga lista de “tontos útiles” que nunca faltan y que, ya sea por ingenuidad, ignorancia ―o vaya usted a saber por qué― continúan haciéndole el juego al régimen. En él tampoco faltan renombrados académicos e intelectuales, defensores de la trepa antidemocrática internacional.
Apartándonos de la fidelidad canina de Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Luis Arce, ya no asombra la postura de Andrés Manuel López Obrador en defensa de la continuidad canelista.
Hay congresistas estadounidenses que se han atrevido a contradecir a sus iguales cubanoamericanos, quienes conocen de cerca nuestra historia mucho mejor que ellos. Como si nos les bastara más de seis décadas de confrontación, durante las cuales la dictadura ha tenido a este país como su enemigo principal, algunos de esos políticos han llegado a solicitar que la administración de Joe Biden saque a Cuba de la lista de países patrocinadores del terrorismo y el fin unilateral del embargo.
Recientemente la congresista Ilhan Omar, representante demócrata por el estado de Minnesota, encabezó una discreta visita a la Isla. El viaje no fue reflejado en la prensa oficial cubana y habría pasado inadvertido si El Nuevo Herald no lo hubiera informado.
Esos políticos son los mismos que también piden a Joe Biden que envíe dinero a las medianas y pequeñas empresas cubanas, en su mayoría verdaderos engendros estatales. Son los mismos que pretenden desconocer ―a pesar de la reciente detención del exagente Manuel Rocha― que la dictadura continúa siendo un enemigo de EE.UU.
Llegado a este punto concluyo que la labor de dichos políticos en modo alguno refleja que estén actuando en bien de los ciudadanos estadounidenses. Me atrevo a afirmar que a esos ciudadanos les interesaría que en Cuba hubiera libertad y democracia, estabilidad, prosperidad económica y que el régimen de La Habana dejara de ser una muy cercana amenaza política y militar para Estados Unidos. Y eso no se logra tratando de favorecer a la dictadura.
Gracias a Dios que también existen en el Senado y el Congreso otros políticos que sí saben cuál es la posición que debe adoptarse en bien de las relaciones entre ambos pueblos. Y no me refiero solo a los cubanoamericanos.
El senador republicano Rick Scott ha sido una de las voces que desde esas altas estructuras de gobierno ha denunciado reiteradamente los abusos de las dictaduras implantadas en Nicaragua, Venezuela y Cuba. Él no ha cejado en su reclamo de libertad para todos los presos políticos en esos países. Con respecto a Cuba ha expuesto claramente su reclamo de respeto a todos los derechos humanos y el restablecimiento de la democracia.
En el continente ha aparecido el presidente argentino Javier Milei, quien desde que asumió el poder ha manifestado su rechazo a la dictadura y recientemente apoyó públicamente las protestas de los cubanos.
Hace pocos días la vicepresidente interina de Uruguay, Graciela Bianchi, ofreció una breve, pero muy contundente respuesta, a una declaración de la Convención Nacional de Trabajadores de ese país, la cual trató de deslegitimar esas protestas. Graciela dejó claro que en Cuba hay una dictadura y desmintió la existencia de un “bloqueo económico” contra la Isla, otro de los pilares esenciales del discurso justificativo del castrismo.
En el Parlamento Europeo Dita Charanzová, Herman Terstch, José Ramón Bauzá y Francisco Millán Mon han expresado reiteradamente su apoyo al reclamo de los cubanos por el respeto a los derechos humanos, la implantación de un sistema democrático y la inmediata libertad de todos los presos políticos.
Me he referido únicamente a los casos que ―calamo currente― he recordado. Ellos son algunos de los políticos que no se han dejado engatusar por el falaz discurso demagógico de quienes desgobiernan nuestro país, aunque hay muchos más.
Lo ocurrido durante la sesión del Consejo de Derechos Humanos realizada el pasado mes de noviembre, donde el castrismo fue emplazado y se mostró incapaz de defenderse eficazmente; la reacción de importantes políticos, instituciones y hasta gobiernos ante la realidad existente detrás de las misiones médicas cubanas y sobre la falta de libertad religiosa en la Isla, problemas que han suscitado preocupación hasta en la ONU, demuestran que el discurso político de los continuadores del castrismo se desmorona rápidamente.
Como reza un proverbio africano: “Lo que la mentira recorre en un siglo la verdad lo hace en un segundo”.
La credibilidad del régimen ya está hecha añicos en Cuba. Hace falta que lo mismo ocurra en el extranjero y que cada vez sean menos los políticos miembros del club de los monos sabios, aunque ya está escrito en el Nuevo Testamento: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”.
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