Por Ana León.
Un vendedor de artículos usados en el parque El Curita.
Hace cinco años, cuando La Habana se preparaba para celebrar -con más penas que glorias- su aniversario 500, algunos edificios y espacios urbanos fueron retocados con pintura, labores de saneamiento y electrificación, asfaltado de calles principales y, en menor medida, reparaciones capitales.
Entre los objetivos a “embellecer” figuraban la calle Galiano y el parque El Curita, uno de los más céntricos y transitados de la capital. Todavía los habaneros recuerdan aquellas constelaciones que convirtieron la otrora elegante avenida en un “Planetario” nocturno, una ilusión de modernidad, vida y luz en una ciudad detenida en el tiempo, moribunda y semioscura, pero que vivía con cierta dignidad sus últimos días de normalidad tercermundista previos a la pandemia de COVID-19.
Parque El curita.
Algunos habaneros que estuvieron presentes recuerdan la emoción triunfal del primer secretario del Partido en La Habana, Luis Antonio Torres Iríbar, cuando reinauguró la fuente del parque El Curita luego de una intervención que hizo funcionar el antiguo surtidor y añadió un sistema de iluminación para devolverle al parque su principal atributo. También las farolas y la glorieta fueron reparadas. Esta última, inspirada en la abstracción geométrica y única de su tipo en la Isla, recobró los colores.
El parque volvía a ser parque después de tantos años y la fuente, con su peculiar diseño, acariciaba las fibras de la nostalgia, remitiendo a los cubanos a tiempos en que La Habana, a pesar de las sucesivas crisis, no renunciaba a la belleza, por modesta que fuera.
Poco después de la fecha esperada, el churre y la desidia comenzaron a recuperar el terreno perdido durante la fiebre de aparentar. El agua de la fuente se secó, las luces se fundieron y el silencio de la cuarentena se extendió sobre uno de los núcleos urbanos más concurridos.
Transcurrieron la pandemia y con ella el Ordenamiento Monetario, que modificó sustancialmente el mapa de la pobreza en Cuba. La Habana, pese a la importancia que reviste en tanto ciudad capital, no escapó al desastre. Mientras el régimen, con tal de mantenerse a flote, se apresuraba en autorizar más actividades económicas para las formas no estatales de gestión, el hambre y la precariedad material golpeaban con dureza a los cubanos sin importar su nivel profesional. Especialistas, técnicos, obreros y hasta negociantes vieron reducirse drásticamente sus ingresos.
Venta de artículos usados en el parque El curita.
Dentro de la masa de nuevos pobres, los indigentes comenzaron a mostrar una presencia mucho más numerosa. Si antes de la pandemia era posible contabilizarlos y ubicarlos en determinados sitios, pronto se multiplicaron, invadiendo los soportales de la avenida Galiano principalmente, aunque también se expandieron hacia las calles Reina, Monte, Belascoaín e Infanta, por solo citar las de mayor tráfico en el centro de la ciudad.
No se trata de mendigos ni alcohólicos cotidianos. Son huestes compuestas por hombres y mujeres que viven de la basura, que pasan sus días acechando los depósitos para recuperar todo lo que, con algo de ingenio, pueda ser salvado. Son la expresión más retadora y desesperada de la “resistencia creativa” que exige Miguel Díaz-Canel.
Un grupo considerable de menesterosos ha invadido el parque El Curita, transformando su fisonomía a pocos metros de la sede del Gobierno Municipal. Galiano toda se ha convertido en un corredor de la indigencia que ha establecido su mercadillo en El Curita. Entrando al parque desde la calle Reina, sarapes a diestra y siniestra, con objetos de toda clase, se ofrecen a los caminantes.
Entre aquella miscelánea es difícil hallar algo en estado regular. Todo está marcado por el desgaste, artículos inutilizables que traen consigo la esperanza del hombre que los rescató de un tiradero, los remendó y limpió como pudo para luego ponerlos a consideración de quienes, tal vez, los necesiten.
Pares de tenis que fueron usados hasta la rendición total por sus dueños originales, prometen resistir algunas caminatas más gracias a manos muy laboriosas que dedicaron horas a mantener tela, goma y ojetes en una unidad funcional. Atomizadores desechables para asmáticos, muñecas rotas, figuritas de biscuit, pomos de perfume vacíos, jeringuillas de cristal, coladores con huecos, casetes, un salvavidas e infinidad de trastos irreconocibles que, en su conjunto, representan una economía más que precaria.
La paciencia de los vendedores es premiada, al menos, con el interés de algún transeúnte que se acerca a observar y preguntar. Algunos toman piezas de ropa, las miran a contraluz para ver qué tan “pasada” está la tela y entablan una amigable negociación, casi siempre favorable para ambas partes. Hay solidaridad en el mercadillo de la indigencia, por extraño que parezca, pues ambos, vendedor y comprador, son presa de la misma necesidad.
Así transcurren los días de El Curita, un parque muy metropolitano, hermoso y sombreado que, hace años, recibía a los escolares de la primaria “Manuel Ascunce” en el turno de Educación Física. Hoy muy pocos niños corretean allí, montan bicicleta o escalan hasta las plataformas redondas de la glorieta. La única algarabía proviene de las colas de ómnibus, o del área que da hacia la calle Águila, donde a veces los jóvenes juegan fútbol.
En las noches varios bancos son ocupados por los indigentes, que duermen allí utilizando como almohada el jolongo lleno de “tesoros” que no pudieron vender. Mañana será otro día en ese parque del que no los pueden sacar, por muy deprimente que sea la imagen que proyectan. La Revolución ha creado tantos de su tipo que ya no puede disimularlos ni ocultarlos; mucho menos deshacerse de ellos.
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