Por Iván García.
Oscar, 73 años, rememora la madrugada lluviosa que dejó La Habana en un pequeño y desvencijado bote de pescadores. 50 largos y duros años han pasado. Ahora, sentado en un bar ubicado en el piso 36 del Focsa, el edificio más alto de la capital, tomando un daiquirí y contemplando una vista impresionante del litoral habanero, siente que ha perdido mucho.
"Soy un dólar con piernas. Una especie de rey midas. Pero por respeto a la memoria histórica, no se pueden olvidar todas las injurias del gobierno de Fidel Castro hacia quienes emigrábamos", comenta.
Cuando se ha vivido tanto tiempo lejos de la patria, cualquier mero detalle provoca un nudo en la garganta o una lágrima. El barman le pregunta si la gorra que lleva puesta es de los Leones de La Habana, uno de los cuatro clubes de la liga profesional de béisbol antes de 1959.
Con orgullo, Oscar le dice que sí y durante media hora conversa con el cantinero sobre la pelota que se jugaba en la isla. Terminan como siempre suelen concluir las pláticas entre cubanos de las dos orillas, bebiendo ron y llorando.
Después del baño de nostalgia, el cubanoamericano se para frente al inmenso ventanal que muestra la belleza de La Habana. "Nada ha cambiado. Es lo dramático. Cuando en 1960 llegué a la Florida, Miami era una urbe desolada. Existía un solo restaurante de comida criolla, ‘La Cubanita’. Después de las 10 de la noche, parecía una urbe fantasma. Había un racismo muy fuerte, con ómnibus donde los negros viajaban de pie en el fondo".
Paga lo consumido y me pide que lo acompañe a caminar por Luyanó, el barrio donde nació. Mientras, sigue contando. "En 52 años, Miami ha crecido de una manera espectacular. Todos los días aparece una nueva edificación. Arquitectónicamente hablando, en La Habana nada se ha hecho. Está igual, o peor, mantiene los mismos edificios, sin darles un mantenimiento adecuado. Es la brutal diferencia entre dos sistemas. Un capitalismo en constante renovación, que echa a un lado lo que no sirve, y un socialismo marxista que en teoría puede ser muy humano, pero en la práctica no funciona", y señala un grupo de casas en peligro de derrumbe.
La emigración que en 52 años ha provocado la partida de más de un millón de isleños hacia las costas floridanas, tiene varias lecturas. Según Roberto, 55 años, economista, no es fácil de explicar cómo es posible que esos cubanos en Estados Unidos produzcan bienes y servicios que triplican el producto interno bruto de Cuba.
"Se podría estar horas intentado convencer a un auditorio y culpar al embargo, o qué se yo, pero las cifras reales son contundentes. Los cubanos en un clima de democracia y de libre mercado se desenvuelven con eficacia. No somos una banda de vagos improductivos. Cuando la gente ve el resultado de su trabajo, se afana y genera riqueza", apunta el economista.
Entre los miles de compatriotas que huyeron de la isla cuando Castro dio un giro hacia el comunismo, hay dos que son un paradigma. Estados Unidos no es la panacea, pero es un país de oportunidades. Si se curra fuerte, los sueños se pueden cumplir.
Al igual que Oscar, Mel Martínez, abandonó su patria en 1961. Tenía 14 años y viajó solo en uno de los vuelos de la operación Peter Pan, un programa amparado por la iglesia católica que llevó a Estados Unidos a 14 mil niños cubanos. Llegó a ser senador y se convirtió en el primer hispano en llegar a la Cámara Alta. Años después, Mel ha contado que vivió con una familia en Orlando y hasta 1966 no se pudo reunir con sus padres. Aprendió el idioma y las costumbres y pudo tener una exitosa carrera en el exilio.
Roberto Goizueta, por otro camino, también llegó a la cima. Fue gerente de la Coca Cola y hoy, después de muerto, se le considera un ejemplo de buen administrador y hombre recto.
La mayoría de los cubanos que se marchan no ganan salarios millonarios, ni poseen residencias en Miami Beach. Tienen hasta tres empleos, no dejan de ayudar a los suyos en Cuba y siempre existe la posibilidad de progresar y salir adelante.
Apartemos la ideología. Basta con ver fotos actuales de La Habana y Miami. La justicia social y la igualdad preconizada por la revolución de los hermanos Castro son términos atractivos.
Pero no han permitido que los cubanos en la isla puedan vivir a la altura de sus expectativas. Tampoco el discurso utópico ha traído suficiente comida a la mesa. La gente no es tonta. Y por eso se marcha.
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