Por Iván García.
Hasta los perros callejeros, andrajosos y hambrientos, se guarecen en los portales de La Habana cuando el reloj marca la una de la tarde.
El sol quema y la humedad encharca de sudor la ropa. Después del mediodía las calles habaneras se asemejan al desierto de Sahara. La gente se refugia en sus casas y los transeúntes, casi desesperados, entran a cualquier tienda, cafetería o un banco estatal con aire acondicionado para recibir como una bendición un chorro de clima refrigerado.
En ese desolador panorama tropical de un mediodía del mes de julio en Cuba, donde todos huyen del calor de plomo, Antonio, junto a su brigada de operarios, trabaja asfaltando calles en el municipio Diez de Octubre.
Luego de almorzar dos huevos hervidos, arroz blanco y potaje aguado de frijoles negros, Antonio carga en su hombro, como si fuese un bate de béisbol, el pesado martillo neumático y comienza a romper calles.
“Laboro doce horas diarias. Reparar y asfaltar calles no le gusta a nadie. Casi todos los que trabajamos aquí somos ex presidiarios, alcohólicos incurables o perturbados mentales. Gano el equivalente a 50 dólares mensuales (unos 1,250 pesos), a veces un poco más, según el cumplimiento del plan”, señala Antonio.
A pesar de que su salario casi duplica el sueldo promedio en Cuba (740 pesos), el dinero que Antonio ingresa por su ruda faena no cubre la cuarta parte de las necesidades básicas de su familia. “Tengo dos chamas (hijos) de 12 y 14 años y el sueldo no me alcanza para comprarles ropa y zapatos, ni llevarlos a pasear los fines de semana. Solo para poner dos platos de comida caliente en la mesa cada día. No comemos lo que desearíamos, sino lo más barato”.
Antonio, negro alto y corpulento, consiguió una ‘pincha’ (trabajo) como portero en un bar privado. “Como muchos cubanos, me meto en cualquier bisne que dé plata. Reparar calles es algo muy agotador, pero no lo dejo porque es un salario fijo. Además, no sé hacer otra cosa”.
En otros países, el mantenimiento de la vía pública se realiza en horarios nocturnos, para amortiguar los efectos del calor. Pero en Cuba, la supuesta meca del socialismo con rostro humano, esa labor se hace bajo un sol de mil demonios.
El régimen verde olivo es un complejo juego de espejos. Vende una narrativa de justicia social, amor al pueblo y éxitos productivos que solo se cumplen en las redacciones de los telediarios.
Si usted quiere entender la auténtica naturaleza de la junta militar que gobierna Cuba, por favor, deténgase en los salarios de sus trabajadores. Desde que Fidel Castro ocupó el poder a punta de carabina en enero de 1959, una parte del salario, entre el 5 y el 9 por ciento, se descontaba para sufragar la educación y salud de carácter universal.
La mayoría de los cubanos coinciden en mantener con sus impuestos la medicina y enseñanza. Pero con el tiempo, la inflación galopante, la improductividad del sistema comunista y el abultado aparato estatal devora, como si fuera un sandwich, los gravámenes de circulación a mercancías y al salario.
El sueldo de los trabajadores estatales, el 90 por ciento de la fuerza laboral en Cuba, es un chiste de mal gusto. El salario mínimo es 225 pesos, unos 10 dólares.
Con ese dinero se sufraga la magra canasta básica que otorga al Estado a todos los nacidos en Cuba: 7 libras de arroz, 5 de azúcar, 20 onzas de frijoles, media libra de aceite vegetal, una libra de pollo, un paquete de espaguetis y un panecillo diario de 80 gramos.
Esas mercancías cuestan no más de 20 pesos (menos de un dólar). Pero solo alcanza para comer una semana. El resto del mes, los que ganan salarios mínimos, como los jubilados, tienen que hacer maromas para alimentarse.
Luego está el pago de la factura de electricidad. Que es bastante cara. Una familia con un televisor, dos ventiladores, un refrigerador, una arrocera, una batidora y una decena de bombillos, paga entre 30 y 40 pesos mensuales.
Si tiene aire acondicionado y más de un televisor en casa, el consumo se dispara a 300 pesos por mes. Excepto los altos funcionarios del gobierno, que no se sabe exactamente cuánto ganan, el salario más alto en Cuba lo detentan los médicos e ingenieros de ETECSA, la única empresa de telecomunicaciones. Un especialista médico puede devengar el equivalente a 60 dólares. Un profesional de ETECSA, si sumamos la estimulación en moneda dura, roza los 90 dólares.
Pero, ¿alcanzan esas entradas para mantener bien a una familia? Desde luego que no. Pregúntenle a la ingeniera Migdalia. Por respuesta, la joven profesional muestra un puñado de hojas repletas de números y gastos.
“Soy madre soltera de un hijo. En comida para dos personas gasto entre 1,200 y 1,300 pesos. El resto, se evapora en la merienda escolar. Ni siquiera me alcanza para pagar la electricidad, comprar libros o distraernos. Mi padre, que reside en Miami, me gira 200 dólares mensuales y todos los años nos paga una semana en un hotel todo incluido de Varadero. Aunque es de los más altos en el país, mi salario no me permite una alimentación de calidad. Para comprar ropa, ir a la peluquería o cenar en una paladar tienes que inventar dinero por la izquierda”, precisa Migdalia.
En Cuba, ese eufemismo se traduce en un aforismo simple y duro: robarle al Estado. “Es la única manera de poder llegar a fin de mes, reparar la casa que se está cayendo o poder ir a la playa con tu familia”, confiesa Orestes, estibador portuario.
Un chiste nacional define fielmente el contrato social no escrito entre los asalariados y el régimen: “la gente hace cómo que trabaja y el gobierno hace como que nos paga”. Nunca mejor dicho.
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