Nada es tan aleccionador como la historia, ni tan veraz como la vida misma. En los últimos meses los cubanos hemos estado asistiendo, si no a un franco despertar, al menos a la ruptura del sueño. El descreimiento por el proyecto social de la Isla que se venía apoderando de la opinión general, ha estado dando paso a otras dudas que señalan a un punto definitorio en la realidad cubana actual: finalmente la gente se cuestiona al poder. Para una gran cantidad de cubanos, lo que dice el gobierno y su prensa son, simplemente, falsedades. Basta escuchar los comentarios callejeros para entender que el capital de fe popular con el que contaba el gobierno para mantenerse indefinidamente en la liza está tocando a su fin. Medio siglo hemos necesitado para asistir al fenómeno insólito de volvernos hacia dentro y comenzar a descubrir que aquí se jugaron todas las apuestas a un caballo perdedor y que, además, se han hecho trampas.
La ruina económica de Cuba, la dispersión de las familias, la pobreza generalizada, son solo una parte del saldo final de tan azaroso galope: ni una sola de las muchas carreras del homo-equino fue coronada con el triunfo. Ahí están los resultados de los macroplanes económicos, de las decenas de experimentos fallidos, de las guerras exportadas, de las intrigas políticas a nivel internacional, de las malas alianzas y de las buenas profecías irrealizadas, que constituyen las más duras lecciones para los cubanos. De nada vale a estas alturas y en estas cruciales circunstancias, enmascarar nuestra realidad tras las desventuras de otros, como pretende hacer la servil prensa oficialista: ni la catástrofe de Haití, ni el “golpe” de Honduras, ni la crisis económica mundial, ni el pretendido ocaso capitalista, ni la eterna y socorrida maldad del imperialismo norteamericano pueden ocultar la verdad incuestionable del fracaso de este sistema.
En los tiempos triunfalistas de los inicios de la revolución cubana, el caudillo por antonomasia de aquella aventura fue acuñado en el argot popular como “El Uno”, equivalencia a la figura del caballo en la charada. Cuando se decía El Caballo no había que mencionar nombre ni rango, se trataba –sin dudas- de el número uno de Cuba, el idolatrado, el temido, el invicto comandante en jefe. Hace ya mucho tiempo que nadie parece recordar ese sobrenombre. A decir verdad, en la actualidad sería una broma macabra designar así al otrora orgulloso alazán, entre otras razones porque hemos aprendido que las carreras no se ganan a base de meros relinchos. Hoy, las demasiadas derrotas acumuladas y la decadencia total de Cuba no dejan siquiera un pequeño capital de confianza con qué cubrir las apuestas.
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