Por Iván García.
Nunca bajó de la Sierra Maestra. No ha dejado de ser un guerrillero. Administró la nación como un campamento militar. Su rutina de estadista era una locura total. No tenía horario.
Citaba a un visitante o funcionario a las 3 de la madrugada. Luego, mientras su interlocutor daba cabezazos de sueño, hablaba sin parar durante cinco horas. Cuando el sol asomaba, después de un café cargado -aunque en los últimos años tomaba té y yogurt de búfala- con el brazo tirado por el hombro, montaba al invitado en un helicóptero o un jeep soviético y lo hacía recorrer las zonas montañosas del oriente cubano, para que el visitante observara “la obra de la revolución”.
Fidel Castro es un tipo que despierta tanta admiración entre sus partidarios como odio entre sus enemigos. Todo acerca de él es desmesurado. No hay término medio. O lo idolatran o lo aborrecen.
Después de su muerte, el comandante único será un conejillo de indias perfecto para sicólogos, siquiatras, genetistas y estudiosos de la mente humana. Es un narcisista de texto.
Se forjó una capacidad indudable de líder. Sabe manejar los sentimientos de las masas como nadie. Convencer a los incrédulos. Incluso a los enemigos.
El 5 agosto de 1994, en los años duros del “período especial”, con apagones de doce horas y comidas sin proteínas, habitantes de los barrios negros y pobres de San Leopoldo, Colón y Jesús María se lanzaron a la calle, aprovechando el descontento por el estado de cosas y sus deseos de emigrar.
Era una anarquía total. Se rompieron vidrieras en las tiendas y la gente cargó con artículos que no podían comprar. Parecía una revuelta incontrolable. Un estallido popular. En las estrechas callejuelas de la parte antigua de La Habana muchos gritaban Abajo Fidel.
Alguien corrió la voz que Castro había llegado. No es alarde ni pamplinas del viejo guerrillero, que a ratos, ha contado la historia. La misma gente que coreaba consignas antigubernamentales comenzó a gritar Viva Fidel. No me le contó nadie. Yo estaba allí ese día.
Esa capacidad de azuzar a multitudes, provocar las bajas pasiones, de aplaudir o aprobar algo con lo que una mayoría no está de acuerdo, es uno de sus méritos.
Si no fuese un encantador de serpientes no habría estado 47 años en el trono. De Castro se han hecho infinidad de libros, perfiles y análisis. Para unos es un perfecto sicópata. Para otros, un dios revolucionario.
Quizás no sea un desequilibrado total. Tampoco es el mejor estadista del siglo XX como sus aduladores lo quieren pintar. La economía cubana es el mejor ejemplo de sus disparates.
Sus manías guerrilleras en la conducción de la nación lo llevó a improvisar decenas de planes descabellados. Cuando a Castro se le ocurría una de sus ideas luminosas, nadie podía detenerlo. Así fue que le dio por sembrar café en las afueras de La Habana. Plátanos microjet. Cruzar razas de ganado. Engendrar vacas enanas. Sembrar manzanas y peras. Probar el sistema comunista en el poblado pinareño de San Julián.
Los desatinos de Castro han sido monumentales. Se pueden hacer catálogos de sus promesas incumplidas. En los primeros años de revolución prometió que en la década de 1980 Cuba iba ser un país industrializado. Les juró a sus ciudadanos que iba a sobrar la leche, la malanga y la carne de res. Habría tanta carne que podríamos exportarla.
Casi nunca los planes dieron resultados. Y las promesas no se cumplieron. Castro no es un loco de atar. Aunque a veces su proceder lo demuestre. Un día de octubre de 1962 incitó a Kruschov que disparara primero un misil nuclear contra Estados Unidos.
Era obsesivo. Cuando le daba por algo, actuaba de forma compulsiva. Ponía al país en función de sus proyectos. En los años 80 se convirtió en un paladín de la deuda externa de América Latina. Redactó folletos e hizo discursos sobre el tema. Puso a economistas y académicos locales a estudiar la deuda externa. También a la prensa. Se debatió en círculos de estudio de los CDR. Entre sindicalistas, pescadores y artistas.
Cuando el barbudo centraba su tiempo en un asunto, todo el país debía tocar de fondo la misma música. Sus extravagancias guerrilleras eran proverbiales. En 1976, diecisiete años después de su llegada al poder, institucionalizó el país. A su pesar.
Hizo una Constitución, calcada de la soviética, para que los demás se rigieran por ella. Castro no. Él se consideraba por encima de la ley. Y del bien y del mal. Se saltaba los presupuestos. Y cuando una sospecha o intuición divina se alojaba en su mente, ponía a la isla en pie de guerra.
Fidel Castro es un convencido de sus dotes militares. No hay más que leer sus últimos libros sobre la guerra de guerrillas en la Sierra Maestra. Cuando la conflagración civil en Angola, instaló un puesto de mando con una maqueta descomunal, tanques y soldaditos de plomo y, desde su poltrona, a 10 mil kilómetros de distancia, dirigió las batallas.
Y más. Contaba uno por uno los potes de helados. Latas de sardinas y bombones que debían recibir las tropas. Fueron los 15 años de la guerra en Angola una de las causas que la economía cubana hiciera agua. Su costo real se desconoce.
Cuando la URSS desapareció y el muro de Berlín se vino abajo, Castro volvió a ser el presidente de una república del Caribe pobre y sin recursos. Lo pilló con las arcas vacías. Al no hacer bien los deberes económicos, la ciudadanía sufrió lo indecible a partir de 1990.
Todos pronosticaban que Castro tenía las horas contadas. En Miami preparaban las maletas. Pero el guerrillero resurgió como el ave Fénix. En 2006 era casi un cadáver. Y volvió de las penumbras. Ya no gobierna. Bueno, eso algunos se creen.
Escribe sus memorias y de vez en cuando redacta incendiarias reflexiones sobre catástrofes atómicas. El 13 de agosto cumple 85 años. Ya no tiene fuerzas para soplar las velitas del cake.
A pesar de los más de 2 millones cubanos que se han ido, de las 40 mil personas que abandonan el país cada año, las carencias materiales, los salarios ridículos, la corrupción y el descontento en un sector amplio de la población, Castro y su revolución se mantienen en pie. Un verdadero milagro.
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