miércoles, 26 de diciembre de 2018

Son sesenta años, ¡sesenta años!, tres generaciones sufriendo esta contagiosa plaga.

Por Waldo Acebo Meireles.

Años atrás cuando uno se enfermaba de cualquier cosa las madres y abuelas consideraban que la primera línea de defensa era cambiar la ropa de cama, la usada se hervía con un poco de lejía (así le llamaban al cloro), se enjuagaba con agua y un toque de añil para que se viese más blanca -en ese entonces toda la ropa de cama era blanca- se ponía a secar al sol que también era un poderoso desinfectante, y como último paso de la desinfección se planchaba previo un rápido toque de almidón. Así se evitaba el muermo. Todavía hoy en día mi esposa considera que, si me empato con la gripe estacional, o un simple catarro casero, el muermo se combate convirtiendo nuestra habitación en una de un hotel cinco estrellas, con cambio diario de la ropa de cama.

¿Y que es el muermo? La definición del diccionario de la Academia, no me aclara nada, menos aún el de Pichardo y sus cubanismos, ni en el Catauro de Ortiz, el que más se acerca es la recopilación del habla popular de Santisteban, que lo define como un catarro intenso. Pero en mi visión de como lo abordaban las abuelitas (y mi esposa) no es tal, no es propiamente la enfermedad, es algo sutil que la acompaña, tampoco es propiamente un miasma, ya que su naturaleza es etérea y deletérea, inodora, incolora y por demás insípida, totalmente insípida. Pero sus efectos pueden ser terribles, lo son, más que los que provoca un efluvio maligno.

En mí no autorizado criterio el muermo se define, no por sus inexistentes características físicas, sino por sus sorprendentes y confusos resultados, el primer caso en el que vi sus mortíferos resultados fue en el año 1970: estaba de visita en casa de unos amigos que aunque nada compartían con el régimen que imperaba, e impera en la Isla, sin embargo escuchaban con atención un, más que lo habitual, prolijo discurso del supremo, ya que, como muchos en Cuba, consideraban que había que oírlo para más o menos calcular por donde venía la bola. Su pequeña hija, de unos seis años, jugaba inocentemente en un rincón de la sala y de pronto de la boca del dictador salió la frase terrible: ¡los diez millones no van!

El silencio sepulcral en aquella sala de golpe fue interrumpido por el grito, casi feroz, de la niñita: los diez millones sí van, sí van; y rompió a llorar amargamente, para sorpresa de sus padres y mía testigo casual de aquel portento: la cogió el muermo y sin remedio.

Naturalmente esa niña creció se hizo una joven, y luego una mujer casada con sus hijos, pero ya el muermo había hecho sus efectos irremisiblemente en ella, ya no creía en zafras millonarias, pero tampoco creía en nada, ni nada le interesaba mucho salvo resolver como fuese, sin hacer ningún guiño de escrúpulo, lo que necesitaba para ella y sus retoños, el muermo la había penetrado hasta lo más recóndito de su ser.

Con el correr de la vida, fui testigo de incontables de estos casos, y tuve que poner gran atención en no caer víctima de tan terrible plaga. No hace mucho vi un ejemplo gráfico de los efectos del muermo, fue esa foto que se hizo “viral” -así es como le dicen en esta época digital a lo que se hace famoso, aunque no lo merezca- en la que cuatro individuos juegan dominó en medio de una inundación sin importarle realmente que el mundo se les caiga encima, en realidad ya se les cayó encima. Son pacientes en grado terminal del muermo, no tienen remedio. Son sesenta años, ¡sesenta años!, tres generaciones sufriendo esta contagiosa plaga.

Los efectos del muermo es lo que los académicos, más ilustrados que yo, le llaman daño antropológico, lo cual suena más elegante y científico y no cosa de abuelas y otros seres menos leídos y escribidos como yo, pero finalmente la solución es la que daban las abuelas: hay que cambiar la ropa de cama, y desinfectarlas bien desinfectadas, lo cual en el caso del muermo nacional conlleva a una compleja labor, después que se elimine el diseminador del muermo, y sometamos el cuerpo social a los efectos limpiadores de la propiedad privada y la libre empresa, a la desinfección con el diálogo político multipartidista, el blanqueamiento con el enjuiciamiento de los que han aplastado los derechos humanos y ciudadanos y finalmente con el efecto de la plancha caliente de la prensa independiente y la expresión libre de las ideas. Pero esto promete ser un largo proceso de desinfección de varias futuras generaciones, ojalá y así por lo menos sea.

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