Por Luis Cino.
Cubanos vestidos de milicianos frente a a la Plaza de la Revolución.
Recuerdo que en los años sesenta y setenta del pasado siglo, siempre en estos días de abril, muchos simpatizantes del régimen acudían a sus centros de trabajo vistiendo sus uniformes de milicianos para conmemorar el aniversario de la batalla de Playa Girón. Hoy, en cambio, estos “disfraces” solo los portan algunos locos callejeros y los presentadores del Noticiero de Televisión.
Los que usaban uniformes de milicianos, si aún viven, están demasiado viejos y -en su mayoría- más que atareados y agobiados en ver cómo se las arreglan para subsistir. Harapientos, sucios, con las pensiones que no les alcanzan -ni aun después que se las aumentaron, porque los precios subieron varias veces más-, su vida es una batalla a brazo partido por conseguir algo de comida y las medicinas que necesitan y no encuentran en las farmacias.
Estos excombatientes se sienten abandonados por “la revolución”, como todavía siguen llamando al régimen (Ya lo dijo la canción: “la costumbre es más fuerte que el amor”); sienten que los utilizaron y luego los desecharon como hollejos de una naranja a la que se le ha extraído hasta la última gota de zumo; están decepcionados, aunque muchos no quieren admitir ante parientes y vecinos que se equivocaron para que no les echen en cara el aquello de “para esta mierda fue que lucharon”.
Y los que siguen leales al régimen y “echando pa’lante” -porque les va bien o porque luego de tantos años ya no saben hacer otra cosa que obedecer, repetir consignas y cuando es preciso delatar- se sienten odiados y despreciados, sobre todo por los más jóvenes, que no se ocultan para gritarles “chivatones”.
Como sea, por mucho que se esfuercen los que todavía se empeñan en ser fieles, poco pueden hacer ya a favor de “la revolución” por la que un día estuvieron dispuestos a morir. De nada serviría su sangre contra la corrupción, el caos, la miseria y la desesperanza.
En abril de 2011, a propósito del desfile militar en la Plaza de la Revolución para celebrar los 50 años de la batalla de Playa Girón y el VI Congreso del Partido Comunista, Arleen Rodríguez, presentadora de la oficialista Mesa Redonda, escribió un artículo en el que decía haberse sentido contagiada por los sentimientos de un veterano de Girón con quien conversó.
Refería la periodista que aquel hombre le dijo que “sentía nostalgia de aquellos días en que con sólo 20 años dirigió una batería de morteros y combatía sonriendo porque estaban intactas todas sus utopías”.
Para aquel hombre, la añoranza por la guerra era lo único que lograba dar algún sentido a las pesadillas del presente. Debe ser terrible presenciar el derrumbe de los sueños y dejar de creer en todo lo que te sustentó a lo largo de la vida. Conozco bien de cerca muchos casos así y he sentido mucha pena cuando alguna vez me han tenido que conceder la razón en cosas en las que hubiese preferido haber estado equivocado.
“El país que desfiló en la mañana del 16 de abril era el país de los sueños de aquel héroe y de los que nunca lo fuimos pero jamás dejamos de pretenderlo”, decía Rodríguez de aquella marcha de zombis intimidados, hambreados, cínicos y sin ilusiones.
Han pasado diez años de aquel desfile. Y ahora la situación es mucho peor. En todo sentido. No sé si aun viva aquel miliciano del que escribió Arleen Rodríguez. Me pregunto si no serían algo más generosas para su país las utopías del veterano y de ahí las nostalgias por los proyectiles enemigos que pudieron, segándole la vida, haberle ahorrado definitivamente todo el sufrimiento y la mierda que vino después.
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