Por Roberto Jesús Quiñones Haces.
Surgida desde las bases de un movimiento atípico, la revolución cubana tenía todas las características para convertirse en un ejemplo imperecedero para los pueblos de América y el Tercer Mundo.
No fue concebida por ningún partido político y sus bases estratégicas eran absolutamente democráticas. Todas tenían como objetivo primordial restablecer la Constitución de 1940 y la democracia.
En octubre de 1959, Fidel Castro tildó de traidor a Huber Matos y lo acusó de tratar de sembrar la confusión dentro de las filas del Ejército Rebelde sólo porque el manzanillero tuvo suficiente perspicacia para percatarse de que más que una revolución de las palmas la de Fidel Castro era la de los melones.
Todo indica que, a pesar de sus declaraciones en Cuba y en el extranjero acerca de que su revolución no era comunista, la estrategia a seguir había sido planificada con el Che Guevara, Carlos Rafael Rodríguez y otros representantes del Partido Socialista Popular desde la Sierra Maestra.
Atendiendo a la ola de simpatía que produjo el triunfo revolucionario en 1959 y al multitudinario apoyo popular que obtuvo, Fidel Castro tuvo entonces la primera oportunidad de convertirse en un líder consecuente con las ideas y compromisos políticos contraídos, pero no lo hizo.
Cuando el 16 de abril de 1961 –haciendo un uso demagógico de la psicología de las masas- Fidel Castro proclamó el carácter socialista de la revolución, descorría para siempre los velos de su farsa. Ese día se consumó la traición a los ideales democráticos de la revolución por la que tantos jóvenes dieron sus vidas.
Aun habiendo aplicado cambios radicales y proclamando el carácter socialista de su revolución, Fidel Castro desaprovechó una segunda oportunidad: la de convocar a elecciones libres y multipartidistas -que seguramente habría ganado-, sentando el precedente de un socialismo democrático, algo que nunca ha sido bien visto los comunistas ortodoxos, porque nadie alimenta su propia daga.
¿Cuál socialismo?
Las diferencias entre la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y la República Popular China -llegaron a enfrentarse militarmente en la frontera común-, la postura de Josip Broz Tito en Yugoslavia y la de Nicolae Ceaucescu en Rumanía matizaban en la década de los sesenta las relaciones del campo socialista.
Con el apoyo público del biranense a la invasión soviética a Checoslovaquia y la posterior admisión de Cuba en el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), la dictadura cubana se afilió definitivamente al socialismo soviético.
Convertida en el portaviones insular de la URSS y su principal punta de lanza en la confrontación este-oeste, la dictadura de Fidel Castro se caracterizó en la década de los setenta por sus intervenciones militares en el continente africano y por la exportación del terrorismo revolucionario como método de lucha.
Con la llegada al poder de la administración del presidente James Carter surgió la posibilidad de encauzar las deterioradas relaciones entre la Isla y EE. UU., pero la administración norteña solicitó que Cuba mostrara respeto por los derechos humanos y dejara de intervenir en los asuntos internos de otros países, ante lo que Fidel Castro respondió que iba a continuar con su “ayuda internacionalista” a Angola y Etiopía y no renunció a apoyar al terrorismo revolucionario internacional. No olvidemos que eran los años en que Cuba recibía unos 6 000 millones de rublos anuales desde la URSS.
Esa fue la tercera oportunidad perdida por Fidel Castro.
La debacle del campo socialista.
Si Fidel Castro hubiera sido un político realmente interesado en el bienestar de su pueblo habría visto en la debacle del campo socialista europeo un signo insoslayable de la inoperancia de ese sistema. Pero sus intereses personales -o quizás su falta de humildad para reconocer que se había equivocado- primaron. ¿Qué clases de sentimientos hacia su pueblo albergaba ese hombre al defender un sistema ineficaz, absolutamente cruel, que él mismo reconoció ante un periodista extranjero que no servía?
Carente de recursos económicos y sin poder contar con la otrora fabulosa ayuda procedente de la URSS –gran parte desperdiciada en sus aventuras militaristas- Fidel Castro se empeñó en continuar “la construcción del socialismo cubano” sin cemento y sin albañiles convencidos en el proyecto y acabó convertido en un fósil político. Cuba comenzó entonces su más larga y cruel crisis económica, cuyas nefastas consecuencias llegan hasta nuestros días, donde la represión y la desesperanza han dañado profundamente el tejido social de la nación.
Otra oportunidad -la cuarta- que desaprovechó el mandamás.
La mano tendida por Obama.
Con la llegada de Barack Obama al poder y luego del canje de los espías cubanos por el contratista Alan Gross, Estados Unidos ofreció al castrismo otra oportunidad, pero ello fue calificado por los tanques pensantes oficialistas como una reiteración de la política del mazo y la zanahoria.
Obama visitó Cuba y fue maltratado diplomáticamente desde su llegada. Apenas se fue comenzaron los insultos, algunos de ellos racistas, en los mismos medios oficialistas que dicen luchar contra la discriminación racial.
¿Cuánto sufrimiento se habría evitado a nuestro pueblo de haber adoptado una posición menos hostil que no implicaba ninguna renuncia a la soberanía del castrismo?
Esa fue la quinta oportunidad perdida por Fidel Castro. Aunque ya en esa época el dictador no ocupaba ningún cargo público, todos sabemos que era él quien seguía dirigiendo el país.
El último chance.
Conocedor de su influencia sobre el pueblo cubano -aunque ya no tanto como en 1959- Fidel Castro tuvo una última oportunidad para tratar de enmendar los errores provocados por la ideología comunista.
Así como fue capaz de programar todo lo concerniente a sus honras fúnebres pudo grabar un video reconociendo que se había equivocado. Habría sido un acto de humildad, amén de una verdad de Perogrullo.
Esas palabras suyas habrían bastado –lo afirmo categóricamente- para poner fin al adocenamiento que se advierte en el Partido Comunista de Cuba (PCC), a su incapacidad para dirigir los destinos de nuestro país, solucionar los numerosos problemas que nos agobian y para desatar las potencialidades innatas a todos los pueblos libres. Pero una vez más su falso mesianismo y su egolatría pudieron más que el respeto a los anhelos de los cubanos.
Esa fue el último chance que tuvo Fidel Castro para enmendar sus errores. Creo que Dios fue sumamente generoso con él en este sentido y no supo aprovecharlo. Por eso, lejos de ser absuelto por la historia -como vaticinó- ya ha sido condenado por ella.
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