Por Iván García.
En momentos de lucidez, Francisco, 93 años, recuerda pormenores de aquella etapa que considera ‘gloriosa’ de la revolución cubana. La mayor parte del tiempo se la pasa sentado en un sillón de cedro en el balcón del apartamento de su hijo en la populosa barriada de La Víbora, al sur de La Habana. Su nuera, sus hijos y los nietos le han diseñado un mundo paralelo al viejo, ‘para que no se disguste’. Como en la película alemana Good Bye Lenin, en las comidas y charlas familiares, se evita hablar de política.
“Se enteró de la muerte de Fidel casi un año después. No sabe que estamos en plena crisis económica, desconoce qué es la Tarea Ordenamiento ni que su salario de jubilado apenas alcanza para comprar los mandados de la bodega y algunas viandas. Mi padre vive sus últimos años de vida en una burbuja. El colchón que le compré para evitar las escaras me costó 400 dólares, no sabe de dónde sale el pollo o el pescado que se come. Pero a cada rato me pregunta cuándo empieza el congreso del partido. Quiero que muera feliz. Pensando que las cosas no han cambiado”, cuenta su hijo mayor.
El noticiero de televisión y el periódico Granma, que también viven en otra galaxia -son los medios a través de los cuales se informa Francisco-, le permiten creer que el país marcha viento en popa hacia el utópico comunismo. En la cuadra donde reside el anciano, a quien todavía en días señalados le gusta ponerse su ajada camisa de miliciano, una boina verde olivo y colgarse medallas de calamina en el pecho, solo unos pocos vecinos conocen que del 16 al 19 de abril se efectuará el VIII Congreso del Partido Comunista de Cuba.
Diario Las Américas le preguntó a varias personas qué esperan del próximo Congreso del PCC. Alberto, carpintero, está muy ocupado chapeando el cantero de la entrada de su casa como para detenerse a hablar ‘boberías’. “¿Qué va a resolver ese congreso? Nada. Se van Raúl y la pila de tarecos viejos que llevan 62 años viviendo del jamón, pero se queda una generación que le cogió el gusto al trono y seguirá haciendo lo mismo. Esta gente (el régimen) ni con dinamita va a ceder. No son tontos. Si hacen elecciones y permiten democracia pueden ir a la cárcel o pedir asilo en Pyongyang”.
Eddy, licenciado en economía, es pesimista. “Si no hay sorpresas, Díaz-Canel se atornillará aún más al poder. Además de presidente sería el primer secretario del Partido. Ya el se ha cansado de repetirlo, no es reformista, es continuidad. Y los hechos hablan por sí solos. En el tema económico el discurso y las promesas van por un lado y la realidad por otra. Se aprobaron las PYMES, pero nadie conoce si están funcionando. Se aprobó importar, pero utilizando como intermediarios a empresas estatales. Y ahora se habla de cambios en la agricultura, cuando lo único que han hecho es reducir las tarifas de luz y agua y que los guajiros, después de cumplir sus planes con el Estado, puedan vender una vaca o un toro. No están mal encaminadas las medidas, pero se quedan cortas. Para frenar el descontento popular se rumora que intentarán controlar con nuevos decretos el uso de internet y las redes sociales. El país seguirá igual. En los telediarios, Cuba es una maravilla, pero en la vida cotidiana es un infierno”.
Para Manuel Cuesta Morúa, uno de los líderes opositores más lúcidos, “los últimos acontecimientos en torno al Movimiento San Isidro, son la expresión más visible de ese malestar social que comienza a irrumpir en el espacio público en diversos lugares. El barrio, la comunidad, comienza a identificarse con la narrativa disidente. Lo cual refleja una pérdida del miedo en la gente, ese miedo social, ese miedo político, a enfrentarse a las consecuencias de la represión del régimen. Y esto ratifica el divorcio entre sociedad y Estado, entre cubanos y partido comunista. Ratifica que el discurso oficial ya no es el reflejo de la sociedad real que vivimos. Esto pudiera generar algún tipo de estallido social, impulsado por el descontento general y el hambre. No confundir una protesta ciudadana reclamando democracia con un estallido provocado por las penurias y el hambre”, aclara y prosigue:
“Dicho esto, queda interpretar las medidas que pueda tomar el gobierno previo o posterior al congreso. En el tema sanitario, debido a la pandemia, se le puede generar una crisis que opaque el evento. En lo social, cualquier conato o protesta de un segmento de la ciudadanía que le importa poco esa reunión partidista o ni siquiera sabe que se va a celebrar un congreso, puede aguarle la fiesta de consumación hegemónica del poder que es lo que intentan hacer en el venidero congreso del partido. Y en un momento sensible, pues se supone que por primera vez, desde que se fundó el PCC en 1965, alguien que no lleve el apellido Castro va a dirigir las riendas ideológicas del poder político del régimen en Cuba”.
Aunque para los analistas que siguen con lupa y leen entrelineas cualquier señal de apertura, el VIII Congreso pudiera marcar un antes y un después en la política local, la opinión mayoritaria de los cubanos de a pie es que primará el inmovilismo.
La revolución de Fidel Castro siempre fue una exquisita puesta en escena. Fueron transformaciones más en el plano político y social, entiéndase, alinear al ciudadano como un instrumento del Estado, que en el sector económico o el de la prosperidad.
El régimen cubano siempre ha reclamado sacrificio y unidad con su único partido, sin tener en cuenta, como en estos momentos, que bajo el diseño de una economía de guerra, la nación vive en una permanente antesala pre bélica. La prensa estatal constantemente nos recuerda que el enemigo y las presuntas agresiones llegan del norte. En todas las esferas de la vida nacional se respira un ambiente cuartelario. Ya sea en el deporte, donde la participación en unos juegos olímpicos se torna una batalla ideológica, a la hora de enfrentar un huracán o una pandemia, los términos utilizados son militares.
Desde 2010, Raúl Castro, de una forma tibia, comenzó a hablar de socialismo próspero y sostenible, pero en la práctica, jurídicamente, se sanciona la acumulación de capitales y patrimonios. Castro II tuvo en sus manos una oportunidad de oro de iniciar un proceso democrático acompañado por Barack Obama, el mandatario estadounidense más tolerante con la dictadura, que desaprovechó por el miedo congénito al cambio.
Desde que el Air Force One despegó del Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana, el martes 22 de marzo de 2016, la autocracia verde olivo bajó la persiana, cerró la talanquera y comenzó a operar en modo Corea del Norte.
Miguel Díaz-Canel, elegido a dedo por Raúl Castro en 2019, está lejos de ser un reformista. Es miembro de esa guardia pretoriana que apuesta por más castrismo. Es muy improbable que bajo su mandato se sucedan reformas auténticas. Serán estratagemas políticas para ganar tiempo. Lo que queda de la devaluada revolución de los hermanos de Birán es un velero que navega hacia ninguna parte.
Mientras los cubanos hacen colas de ocho horas para comprar un paquete de pollo, Luis Alberto Rodríguez López-Callejas, ex yerno de Raúl Castro, dilapida el erario público construyendo hoteles de lujo en tiempos de pandemia en una isla sin apenas turismo. Mientras la ciudad se derrumba, no se escatiman recursos para inaugurar, con los últimos avances tecnológicos, el Centro Fidel Castro Ruz, en El Vedado habanero.
Si el próximo congreso no nos depara una sorpresa mayúscula, seguirá el discurso antiimperialista, la represión a los que piensan diferente, el férreo control ciudadano y un sistema bicéfalo: socialismo, sudor y lágrimas, parafraseando a Churchill, para quienes trabajan, y un atrasado capitalismo salvaje para quienes reciben dólares. La apertura democrática en Cuba no está al doblar de la esquina. Pero llegará.
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