jueves, 22 de agosto de 2024

Turismofobia: la cara 'concienciada' y 'sostenible' del elitismo más rampante.

Por Carmelo Jordá.

Manifestación en el centro de Ciutadella, Menorca, para protestar contra el turismo.

Como en todos los veranos, casi todas las Semanas Santas y algún que otro puente, la cuestión de "los excesos del turismo" ha ocupado un espacio no pequeño en las portadas, a cuenta de lo que "sufren" determinadas ciudades por culpa del turismo y de la gente que llega a ellas a gastar dinero y generar puestos de trabajo, nefando pecado que una parte de este país no perdona ni a sus padres.

Este verano, no obstante, la cosa parece haber alcanzado un nuevo nivel: se han producido manifestaciones contra el turismo en varias ciudades españolas y en Barcelona, pionera en casi todo lo malo, incluso hubo algunos energúmenos que agredieron a los turistas con unas pistolas de agua, que estoy de acuerdo en que no es algo que les vaya a provocar lesiones graves, pero no deja de ser una agresión. Es más, les aseguro que si algo así me ocurriese en algún país extraño me provocaría de todo menos risa. En Palma, ciudad que por cierto es sede de algunas de las mayores empresas turísticas del mundo, hubo lumbreras que llamaron "asesinos" a los vuelos de bajo coste.

El peligro de la nostalgia.

Miren, les confieso que a mí no me gustan las playas abarrotadas, las colas o tener que ver un monumento rodeado hasta el agobio por desconocidos, pero al contrario que la izquierda no hago de mis gustos personales un problema político, ni agredo a aquellos que me molestan.

Por otro lado, sería estúpido no reconocer que el turismo tiende a uniformizar los centros de las ciudades y eso puede acabar con parte de su encanto o que hay sitios que tienen eso que se ha dado en llamar una gran "presión turística".

Respecto a lo primero les diré que pretender que nada cambie en una ciudad como Madrid o Barcelona, las dos que más turistas reciben en nuestro país, o incluso en Sevilla y Palma, las dos siguientes, es un empeño imposible y abocado a la melancolía: afortunadamente las ciudades evolucionan, se modernizan y van construyendo y reconstruyendo su identidad con la mezcla de lo viejo, lo no tan viejo y lo nuevo. Eso es lo razonable y la otra opción es convertirse en lugares anquilosados que acaban semimuertos en un rincón de la historia.

Al fin y al cabo, por regla general los tiempos pasados no sólo no eran mejores sino que eran bastante peores, si nos excedemos con la nostalgia no vamos a un pasado de pulcritud y belleza sino a uno de calles llenas de boñigas de caballo y ciudades sin alcantarillado.

Respecto a lo segundo, las cosas son más complejas y las soluciones no son fáciles, pero desde luego no pasan por la prohibición ni por la agresión. La medida más eficaz para evitar la masificación turística es subir los precios, pero en algunos lugares concretos ni eso acaba de funcionar.

Quizá seamos los propios turistas los que tengamos en nuestras manos evitar en parte esa masificación viajando más fuera de temporada. Soy consciente de que no todo el mundo puede permitírselo, pero es algo que cada día ocurre más, quizá no en el formato de unas vacaciones veraniegas de un mes, pero sí como escapadas de varios días e incluso de una semana, que ya da para hacer un buen viaje.

Sostenibilidad, la peor excusa de todas.

La tercera excusa que suelen tirarnos a la cara para atacar al turismo es la "sostenibilidad", ese mantra con el que quieren obsesionarnos y que pensemos que cada vez que subimos a un avión es como si estuviésemos escupiendo en la cara de la mismísima Pachamama.

Es mentira: incluso si asumiésemos la religión climática lo cierto es que los aviones producen alrededor del 3% del total de gases de efecto invernadero que se generan en el planeta, una cifra tirando a ridícula a cambio de la cual el mundo puede conectarse, los países comercian, la gente conoce otras culturas y pueblos… Y encima se generan millones y millones de empleos, muchos de ellos en lugares en los que el turismo es la única posibilidad económica real.

Las verdaderas razones tras la turismofobia.

Por muchas excusas que inventen, en realidad hay dos grandes razones que son las que de verdad explican este movimiento contra el turismo y los turistas. Y ninguna de las dos es buena: el odio a la prosperidad y el clasismo más rampante.

La primera es algo que la izquierda no puede evitar: en su afán por empobrecernos –recuerden que la miseria no es la consecuencia inesperada de las políticas socialistas, sino el resultado realmente buscado por ellas– detestan todo aquello que es capaz de generar riqueza, puestos de trabajo y, en suma, prosperidad.

Además, mienten cuando dicen que sólo se crean empleos de baja cualificación: todo hotel tiene limpiadoras de habitaciones, sí, pero también directivos y empleados de muchas escalas salariales; y todo restaurante tiene un chef y un jefe de sala además de unos cuantos camareros. Es más, aunque fuera así, aunque el turismo no generase más que kelis y camatas, ¿será mejor que se ganen la vida así y no con la sopa boba del Estado, no?

Por último, lo que yo creo que define más a los turismófobos no es la preocupación por el planeta o por el carácter tradicional del centro de las ciudades: es el clasismo, el elitismo más repugnante. Lo que revienta a estos personajes es que se les llene la ciudad de pobres, que no haya mesa en los restaurantes que les gustan, que cuando viajan tengan que compartir la belleza de Venecia o de una playa de Bali con un montón de meros turistas que no está a su altura, porque ellos son viajeros, muy concienciados, con todo el interés por las comunidades locales y muy sostenibles.

Puede que sea cierto que una ciudad como Venecia, por ejemplo, o que un monumento concreto no puedan recibir más que un número limitado de visitantes al año, pero no podemos admitir es que ese límite se decida desde una izquierda elitista que se cree que tiene más derecho que los demás a disfrutar del mundo.

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