Por Miriam Celaya.
Es imposible lograr avances económicos reprimiendo las libertades individuales. El régimen busca ganar lo que los cubanos siguen perdiendo: el tiempo.
A seis años de la Proclama en la que Fidel Castro delegara casi todo el poder en su hermano, y a cuatro de que éste tomara oficialmente las riendas del gobierno, se han apagado los más encendidos optimismos en cuanto al posible inicio de una etapa de transformaciones para el avance económico en Cuba. Mucho menos puede haber ilusiones en lo referente a libertades y derechos ciudadanos.
Envuelto en su aureola de "hombre pragmático" -basada en la iniciativa aplicada en los años 90, cuando era ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), de formar empresas de capital mixto a partir de la participación de la elite militar "confiable" en actividades económicas de recaudación de divisas: complejos turístico-hoteleros, tiendas, restaurantes, etc.-, el General Raúl Castro ha devenido otra expectativa rota para quienes aspiraban a alguna apertura económica, aunque fuese moderada, con una mayor intervención de los cubanos de a pie, así como para los que pensaron que dicha apertura conduciría a un levantamiento gradual de las numerosas restricciones que anulan o restringen cualquier posibilidad de prosperidad ciudadana.
Cuatro años son usualmente el tiempo con el que cuenta el presidente de una sociedad democrática para desarrollar un programa de gobierno y demostrar su eficacia y capacidad al frente de una nación, período durante el cual la disminución del índice de pobreza y la creación de empleos suelen ser objetivos permanentes y dos de los indicadores más importantes de los avances de cada administración. En Cuba, sin embargo, tras ese período de tiempo no solo no existe un programa de gobierno público con plazos y términos debidamente establecidos, sino que la mera promesa de un vaso de leche diario para cada cubano resulta un desafío económico insoluble para el gobierno, existe una demonización expresa de la prosperidad de los individuos refrendada en una guerra abierta contra "el enriquecimiento", y han sido oficialmente anunciados los despidos a plazos para más de 1.300.000 trabajadores. Ningún gobierno de una sociedad libre podría sobrevivir a semejantes despropósitos.
El calamitoso estado socioeconómico hizo que en su momento el general-presidente lanzara su muy repetida frase de "introducir cambios estructurales y de concepto", un golpe de efecto tanto para distraer la opinión pública como para ilusionar incautos. Se trata en realidad de una estrategia de distracción que permite a la elite gobernante, más que mejorar la situación o generar beneficios sociales, ganar lo que los cubanos seguimos perdiendo: el tiempo. Un discurso aparentemente reformista para disfrazar una retrógrada y retorcida política económica y la nula intención de introducir cambios.
Así, en los últimos dos años se llevó adelante la mascarada aperturista a través de la proliferación de timbiriches, a la vez que se ha pretendido legitimar un estado de experimentación permanente -tanto en la economía como en cuestiones inherentes al derecho ciudadano- que por una parte justifica la lentitud de la aplicación de las llamadas "reformas" mientras, por otra, otorga al gobierno la impunidad, la gracia de la eternidad y el arbitraje presente y futuro sobre cada espacio de la vida nacional, sea en la economía, en la política o en cualquier nicho de la sociedad.
De todas formas hubo algún jubileo puntual. El General en persona se encargó de asegurar que esta vez no habría retroceso con el tema del trabajo por cuenta propia, como había ocurrido tras la "flexibilización" de los años 90. Nadie debía temer, el cuentapropismo raulista venía para quedarse. Es más, había que dejar de discriminar al trabajo por cuenta propia y reconocer la dignidad del esfuerzo individual. Al calor de los planes económicos de los pequeños negocios familiares como paliativo a la miseria nacional, los trabajadores por cuenta propia parecían haberse convertido en los revolucionarios del momento.
Y, en efecto, fue apenas el espejismo de un momento, porque pronto se hizo evidente que algunos negocios familiares, pese a estar en desigual y desleal competencia con el Estado, no solo se sostenían, sino que resultaban más atractivos que sus similares del sector estatal. Muchos vendedores de ropa, calzados y accesorios tienen mejores precios, así como mayor calidad y variedad en sus productos, los que -en ausencia de un mercado mayorista interno- son enviados por sus familiares desde el extranjero. Algunos particulares incluso ofrecen artículos que no se comercializan en las tiendas recaudadoras de divisas. En los restaurantes privados ocurre algo similar: los dueños de estos negocios reciben desde el exterior productos e insumos que no pueden adquirir en el país, o cuyo precio en el mercado nacional resulta prohibitivo. Como consecuencia, y toda vez que los beneficios dependen del esfuerzo propio, la calidad de la comida y de los servicios en los restaurantes privados es muy superior a la de los restaurantes estatales.
La reacción oficial demuestra que el retroceso de las "reformas" no solo es posible, sino inherente al sistema. Las recientes disposiciones que incluyen el aumento de los aranceles aduanales contra las importaciones y las exageradas medidas higiénico-sanitarias sobre el sector gastronómico particular (no así sobre los mugrientos establecimientos estatales), se suman a otros lastres que viene arrastrando el cuentapropismo, como son las abusivas tasas impositivas y la corrupción de inspectores y otros funcionarios, entre otras. Como agravante, el trabajo por cuenta propia sigue siendo constitucionalmente ilegal, pues hasta la fecha no se ha derogado el artículo 21 de la Constitución, que establece que "la propiedad sobre los medios e instrumentos de trabajo personal o familiar no pueden ser utilizados para la obtención de ingresos mediante la explotación de trabajo ajeno". Es una coyuntura que permite a las autoridades dar marcha atrás o detener el proceso "hasta tanto se realicen los ajustes legales pertinentes".
En el momento actual la entrega de licencias para el trabajo por cuenta propia se ha ralentizado en grado sumo, mientras la devolución de licencias otorgadas se ha acelerado. Todo indica que el cuentapropismo resultó una tarea demasiado ancha para los controles estatales y un horizonte demasiado estrecho para las aspiraciones de prosperidad de muchos de los protoempresarios que eligieron esa vía como posible.
Ahora la más reciente de las propuestas raulistas es la "innovación" más antigua del mundo, que se aplicará próximamente "de manera experimental" en Cuba: las cooperativas no estatales. Lo cual, por supuesto, no debe entenderse literalmente como cooperativas independientes del Estado. Tal iniciativa se ampara en la amnesia histórica inducida que sufre la población cubana, habida cuenta que antes de 1959 existían en la Isla numerosas cooperativas independientes: de taxistas, de gastronómicos, de variadísimos oficios y hasta de médicos y abogados, que funcionaban perfectamente. ¿A qué experimentar lo que se conoce y cuya eficacia está más que demostrada? Sin dudas, se trata de otra estafa que se añade a la lista de las socorridas reformas.
Todos hemos escuchado al general-presidente hablar de "el modelo cubano" cuando de economía se trata. "Renovar" ese "modelo" ha sido su hoja de ruta, la columna vertebral de su ¿programa? de gobierno refrendado en un cúmulo de lineamientos que ya casi nadie recuerda.
Sin embargo, pocos cubanos podrían sustantivar dicho concepto. ¿Qué elementos avalan la existencia de un modelo económico en Cuba? ¿Acaso los numerosos (innumerables) fracasos económicos derivados de los descabellados planes de Castro I, artífice indiscutible de la ruina nacional? ¿El récord de pasar en medio siglo de los primeros lugares al penúltimo puesto en este Hemisferio, solo superados en miseria por Haití? La corrupción galopante, la ineficiencia crónica, la insuficiencia de los salarios, las trabas y el inmovilismo son los rasgos distintivos más apropiados para definir un "modelo cubano". Y en tal caso, ¿qué sentido tendría renovarlo? ¿Queda algo salvable en el supuesto modelo? Es una pregunta retórica.
La contradicción esencial que enfrenta hoy el gobierno estriba en la imposibilidad de lograr avances económicos o impulsar reformas reprimiendo a la vez las libertades individuales. El carácter totalitario del sistema no permite movilidad alguna; esa es la lección que ha aprendido el gobierno en estos cuatro años. La que han aprendido los cubanos es que no habrá verdaderas reformas generadas desde la iniciativa gubernamental, aunque todavía no han madurado todas las condiciones para que las propuestas de cambios se generen desde los ciudadanos. Al gobierno solo le va quedando la represión como método de supervivencia. A los cubanos solo les queda la disyuntiva de crecerse o emigrar. No habrá salida a la crisis en Cuba mientras no se cumplan en primer lugar los Pactos de Derechos Humanos firmados por este propio gobierno en febrero de 2008 y nunca ratificados, pero correspondería a los propios cubanos que dicha firma no se convirtiera en otro papel mojado. La única renovación posible y eficaz en la Cuba actual es la recuperación de la sociedad civil, la restauración del Estado de Derecho y la democracia.
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