Por Iván García.
Si Dios está de su lado, antes que llegue la primavera del 2013, Ernesto, de 35 años, dueño de un pequeño negocio de dulces finos en el barrio habanero de Santo Suárez, es probable que pueda viajar a Madrid. Pasear por la Cibeles. Comprar en una tienda outlet o un mercadillo de chinos. Y si su cuñado paga la entrada, sentarse en la grada sur del Santiago Bernabeu a ver jugar a Cristiano Ronaldo y el resto de la pandilla de Mou. Es el sueño de su vida.
Si la crisis que asola la Península Ibérica no es óbice, y su hermana, residente en Vallecas, le puede girar unos cientos de euros que completen el billete aéreo, y si el consulado español en La Habana no pone trabas a la hora de otorgarle el visado, Ernesto enviará un email a los parientes y amigos en España: Espérenme en Barajas.
Ahora mismo, la cacareada reforma migratoria raulista es el segundo tema más importante de conversación entre los cubanos, después del dolor de cabeza que provoca poder almorzar y comer cada día.
Los deseos de emigrar o trabajar temporalmente en el extranjero para ganar unos dólares o euros decorosos, ya sea talando árboles en un bosque de Canadá, limpiado nieve en Berlín o vendiendo helado en Sevilla, forman parte del proyecto de futuro de muchas familias cubanas.
Algunas lo pueden alcanzar gracias a tener parientes directos al otro lado del estrecho de la Florida. Tras gastar dinero en chequeos médicos y meses esperando por el visto bueno de las autoridades estadounidenses, logran viajar definitivamente a la capital del exilio. Cada año, más de 20 mil personas lo hacen de forma ordenada, legal y segura.
No todos, sin embargo, tienen parientes en Miami. Pero existen otras formas de ingresar en suelo norteño. Debido a la Ley de Ajuste Cubano -rocambolesca ordenanza federal que otorga residencia automática a aquellos cubanos que logren pisar suelo gringo-, en la isla la gente se las agencia para llegar a El Dorado. Son historias dignas de culebrones. Desde transformar un camión Ford de los años 50 en un barco a motor, marcharse en una tabla de surf o huir en el tren de aterrizaje de un avión comercial.
Por escapar de la autocracia verde olivo, cientos de cubanos han perdido sus vidas. No hay datos exactos. Según los guardacostas de Estados Unidos, uno de cada tres balseros es merienda de tiburones.
La Ley de Ajuste es como una carrera de maratón. No todos llegan a la meta. Una ruleta rusa, donde lo mismo se puede perder la bolsa que la vida. En la red circulan relatos de estafados por bandas de traficantes de seres humanos. Numerosos compatriotas han visto trastocadas sus ilusiones al fallecer de hambre y sed en una montaña colombiana intentando acceder a Panamá, o en un desierto de la frontera mexicana.
Si a eso se suman las absurdas normas del régimen, que se otorga el derecho natural de autorizar o denegar el permiso de entrada o salida de los ciudadanos, se llega a una conclusión demoledora: en estos 53 años hemos vivido en un estado de sitio perenne. Siempre es de agradecer cuando se levantan prohibiciones perversas. Pero las nuevas reformas propuestas por el general Raúl Castro huelen a queso rancio.
Sorprende la imaginación de los corresponsales internacionales cuando en grandes titulares escriben que a partir del 14 de enero del 2013 los cubanos podrán hacer turismo. ¿Cuántos en Cuba podrían hacerlo? Los mandarines y su parentela, esos sí. Ya lo vienen haciendo. Lo mismo van a isla Margarita que a Mallorca.
La mayoría de los cubanos que pretende viajar, si su estadía fuera de 24 meses, lo que desean es trabajar duro y reunir suficiente dinero para reparar la casa que se viene abajo, comprar muebles nuevos o un televisor de plasma que les permita evadir la realidad.
Los cubanos no podemos hacer turismo en el extranjero porque, en primer lugar, el dinero que paga el Estado no vale. Y los ahorros de varios años de trabajo no alcanzan para comprar un pasaje de avión. A diferencia de un Paco andaluz o un John de Nebraska, Pepe, el de Mantilla, solamente puede fastear (viajar) si el tío de Hialeah le manda mil o dos mil dólares.
La dependencia económica de los parientes en la diáspora es casi absoluta. Todo lo bueno que le puede acontecer a una familia media en Cuba que no tenga dádivas del Gobierno o sean músicos y escritores famosos, depende de quienes residen en La Yuma, de donde procede casi toda la pacotilla que entra a la Isla. Si a los parientes les va bien, eso se revierte en videojuegos, vaqueros Levi's e iPhones para los suyos al otro lado del charco.
La mejoría de la calidad de vida del cubano de a pie está íntimamente ligada a las remesas y ayudas de sus familias y amistades en el exilio. Para poder viajar sucede lo mismo. Los gastos correrían por los residentes en la otra orilla.
No hablemos ya de las prohibiciones contempladas por la nueva reforma migratoria respecto a los cubanos que son profesionales o disidentes. Para Yoani Sánchez seguirá habiendo permiso de salida.
A Raúl Rivero o Carlos Alberto Montaner, el régimen seguirá negándoles una visita a su patria. Y a un ingeniero en telecomunicaciones le será cancelado el billete por un ceñudo oficial de inmigración alegando razones de seguridad nacional.
El Gobierno se limpia las manos levantando las prohibiciones a tipos como el dulcero Ernesto, con planes de viajar a Madrid. Los profesionales y disidentes siguen en lista negra.
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