Según cuentan las personas de más edad, antes de que las actuales autoridades se hicieran con el control total de la economía, las frutas eran una presencia habitual a lo largo y ancho de la Isla. Eran muy frecuentes los puestos de chinos, en los cuales se ofrecía, a precios asequibles, lo mismo frutas tan corrientes como el mango, la piña o la guayaba, que otras más exóticas como el anón y la guanábana.
Pero apenas unos años después de que las huestes de Fidel Castro bajaran de la Sierra Maestra, todo iba a cambiar. La gran concentración de tierras en manos del Estado, el éxodo de muchos campesinos rumbo a las ciudades, el engranaje burocrático que poco a poco copó todos los intersticios del sector agropecuario, así como las innumerables prohibiciones que debieron afrontar los productores y comercializadores, llevaron a la gradual desaparición de las frutas -y también de otros renglones agrícolas- de nuestros mercados.
Unas veces eran los productores, desestimulados por los bajos precios a los que el Estado pretendía comprarles la mercancía, quienes incumplían los planes de producción; pero en otras ocasiones -las más- el fallo corría a cargo de la ineficiente Empresa Estatal de Acopio, la única entidad autorizada entonces para comercializar los productos del agro y conducirlos hasta los mercados minoristas. Resultaba patético transitar por áreas tradicionalmente frutícolas, como Jaguey Grande, en Matanzas; o El Caney, en los alrededores de Santiago de Cuba, y constatar cómo las frutas se pudrían en los suelos porque nadie las recogía, al tiempo que la población carecía de ellas.
Se esfumaron los nutritivos batidos de mamey y fruta bomba, que en cada esquina hacían las delicias de los consumidores.
Esa era la situación en la Cuba de los años 60, 70 y buena parte de los 80 y 90 del pasado siglo, mientras que los ideólogos castristas se devaneaban los sesos al no poder achacarle semejante debacle al "bloqueo" económico de Estados Unidos.
Con la instauración de los mercados agropecuarios de oferta-demanda, primero en la frustrada experiencia de 1981, y después con su presencia definitiva en 1994, las frutas reaparecieron en el horizonte de la Isla. Es cierto que se trató de una irrupción que no satisfizo totalmente a los consumidores, pues debido a la aún insuficiente oferta -el Estado no fue capaz de competir adecuadamente con los productores privados-, los precios no siempre han estado al alcance del ciudadano promedio. En los últimos tiempos, la ampliación del trabajo por cuenta propia, con el advenimiento de los carretilleros, esos cuentapropistas que acercan los productos al hogar de los consumidores, sin dudas ha aliviado la escasez de ciertas frutas. Sin embargo, continúan las quejas por los elevados precios, así como la poca variedad de surtidos. Ni qué decir que las frutas exóticas siguen sin aparecer en el mercado.
Así las cosas, Raúl Castro, su segundo José Ramón Machado Ventura, y un nutrido grupo de dirigentes de la alta nomenclatura, se reunieron hace poco con un numeroso grupo de campesinos y cooperativistas que trabajan en un plan frutícola que el gobierno alienta desde el año 2008. En el encuentro se exhortó a trabajar con denuedo para garantizar los niveles de producción que demanda la economía nacional. Pero, sobre todo, se hizo un llamado para que el país recupere la cultura frutícola; cultura que, irónicamente, ellos mismos se encargaron de destruir.
Mas no se piense en un afán meramente filantrópico de las autoridades en aras de que aumente la oferta de frutas, y así disminuyan sus precios, con el consiguiente alivio que ello supondría para la maltrecha economía de la familia cubana. La mirada del aparato de poder se dirige hacia el sector del turismo, una de las más importantes fuentes de ingresos con que cuenta la isla. Sucede que los hoteles demandan cada vez más frutas, en especial las exóticas, que parecen ser las preferidas por los turistas que nos visitan. Entonces el gobierno se ha propuesto producirlas en el país, y no importarlas como ha hecho hasta este momento, con el correspondiente agravamiento de la deteriorada balanza comercial.
Pero nuestros dirigentes parecen no aprender la lección. En lugar de organizar planes bajo la tutoría del Estado, tal vez sea mejor permitir que todo aquel que posea un pedazo de terreno apropiado pueda producir y comercializar libremente las frutas. Quizás así sobrevenga la abundancia de ellas, incluso de las exóticas.
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