sábado, 2 de mayo de 2015

Cuentapropistas, esa casta maldita.

Por Miriam Celaya.

Pocos sectores han sido tan enconadamente vapuleados en Cuba como aquel que se agrupa bajo el nombre genérico de "trabajadores por cuenta propia", o –para llamarlos según el dialecto popular– "cuentapropistas".

Los cuentapropistas tienen sus antecedentes en los pequeños comerciantes, dueños de negocios familiares y vendedores ambulantes que pululaban por toda la Isla hasta su liquidación por la guillotina revolucionaria llamada Ofensiva Revolucionaria de 1968. No obstante, se trata de una casta que ante cualquier oportunidad de germinar renace de las cenizas, una cualidad que es a la vez el secreto de su supervivencia su maldición, porque si de algo recela el poder totalitario es de los sujetos con aspiraciones de emprendimiento independiente, en especial si han demostrado capacidad para prosperar al margen de su "protección" del rebaño.

Así, a cada mínima apertura en la estructura monolítica del sistema le sucedía un rápido florecimiento mercantil con atisbos de prosperidad para los más audaces hijos de esa casta maldita, cuya autonomía les permitía tomar relativa distancia de los compromisos político-ideológicos que pesan sobre el resto de la sociedad. Y a ello le seguían las correspondientes razias oficiales.

Quizás las purificaciones más famosas fueron las llamadas Operación Pitirres en el alambre y Operación Adoquín, que en los risueños años 80 arrojó toda la furia de Castro I contra los campesinos del "mercado libre" y los artesanos de la Plaza de la Catedral respectivamente. El egregio había decidido que aquellos libertos se estaban enriqueciendo demasiado... Quizás casi tanto como los dirigentes del partido comunista. Era preciso cortar de raíz el mal y demonizar a los nuevos ricos, que de inmediato fueron bautizados como "macetas", apresados, despojados de sus bienes, enjuiciados y condenados, para escarmiento general. A la vez, fueron suprimidas las actividades comerciales por cuenta propia hasta que, en los años 90, la crisis derivada del desplome socialista y su consecuente hambruna sobre la población cubana obligó al Gobierno a reabrirlas.

Hacia mediados y finales de los años 90 comenzaron las inversiones extranjeras y la entrada de capitales, otorgando un respiro al régimen y, ya a finales de la década, la aparición casi providencial de Hugo Chávez en el escenario insufló nueva vida al castrismo. De inmediato "se congeló" la entrega de nuevas licencias para el sector cuentapropista, mientras los elevados impuestos sobre los que ya la tenían y las presiones de los inspectores contribuían juntos a la contracción del sector.

Actualmente, con el más reciente renacer del sector de la mano de las llamadas reformas raulistas, el Gobierno ha creado nuevos mecanismos de sujeción y control para mantener las riendas cortas sobre los "privados". Un nutrido cuerpo de inspectores –todo un ejército de funcionarios corruptos– y un "sindicato de trabajadores por cuenta propia" permiten ejercer vigilancia, mantener bajo el nivel en las ganancias individuales y, a la vez, conservar la capacidad de movilización a favor del discurso político. Emprendedores nativos y Gobierno, siguen siendo antagonistas que se toleran, pero se niegan mutuamente.

Sandra vive en un pequeño pueblo matancero y trabaja por cuenta propia hace ya 21 años. Es una sobreviviente de aquella avanzadilla de proto-empresarios cubanos que en los peores años de la década de los 90 decidieron enfrentar la crisis económica por su cuenta y riesgo, acogiéndose a la "apertura" gubernamental al trabajo privado. Fue cuando Sandra obtuvo una licencia como vendedora de objetos de artesanía y otras menudencias. Entonces era muy joven, pero tenía olfato para los negocios y también eso que llaman don de gentes, así que se coló en el mundillo mercantil, buscó y encontró sus propios proveedores y pronto dominó todas las interioridades del oficio, incluyendo los contactos que la alertaban sobre los operativos de inspectores y policía con margen suficiente para hacer desaparecer de su tarima de venta todo aquello que no estaba autorizado por su licencia.

Pese a todos los sobresaltos, poco tiempo después pudo montar un pequeño negocio de pizzas que elaboraba en un viejo horno eléctrico en una época en que la venta de cualquier tipo de alimento tenía asegurado el éxito. A decir verdad, Sandra vendía lo que apareciese, desde ropas, cosméticos o equipos de video, hasta durofríos o adornos de yeso. Había comprobado que era mucho más ventajoso trabajar por sí y para sí misma que continuar en su puesto de secretaria de una empresa estatal ante una obsoleta máquina de escribir, tecleando informes que nadie leía, solo para cobrar 148 pesos al mes, mientras un simple jabón de baño de producción nacional costaba 50 pesos.

Hoy Sandra es una veterana del ramo cuentapropista, tiene una casa propia y ha echado pa'lante a sus dos hijas. Sin embargo, aunque ahora se limita a vender solo bisutería, tal como lo establece su licencia actual, no deja de sentirse sobre una cuerda floja y asegura que "la cuenta no da".

"Hay una guerra contra nosotros (los cuentapropistas). Cada vez son más los impuestos por cualquier concepto y se hace difícil ver los beneficios. En los pueblos de campo, como el mío, la cosa todavía es peor. Hay que venir a La Habana a comprar la mercancía y transportarla para allá, a riesgo de que te pare la policía y te lleve para la Unidad a justificarlo todo con papeles. Si no tienes papeles o buenos contactos que te salven, lo decomisan todo. ¡Imagínate! Si yo comprara la mercancía en las tiendas del Estado, ¿a qué precio tendría que vender en mi pueblo para poder, no digamos ya tener ganancias, sino al menos recuperar la inversión? Y encima, el Gobierno cada vez inventa más mecanismos legales para sacarte el dinero".

En efecto, en los últimos años se han multiplicado aceleradamente los impuestos al sector. Si al principio Sandra pagaba la cifra casi simbólica de 40 pesos mensuales por la venta de pequeñas artesanías, actualmente su impuesto mensual es de 349 pesos por la licencia, más el 10% sobre ventas (que las autoridades estiman en más de 1.000 pesos semanales, lo que implica 400 pesos de impuesto cada mes), además de 60 pesos por concepto de seguridad social. A esto se suma el alquiler por 300 pesos del portal donde trabaja, lo que eleva a 1.109 pesos la cantidad que debe erogar mensualmente. Además, está la declaración jurada anual sobre las ventas, que debe entregar puntualmente a la Oficina Nacional de Administración Tributaria (ONAT) cada mes de enero, que equivale a pagar dos veces por el mismo concepto (ventas): mensual y anualmente.

Y este no es el único motivo por el que Sandra y tantos otros se sienten engañados. Al inicio de las reformas raulistas, el discurso del General-Presidente declaró que los cuentapropistas eran trabajadores honestos que tributaban al Estado a la vez que generaban empleos, por tanto merecían todo el respeto y los derechos de cualquier trabajador. Entre esos derechos, dijo, habría que reconocerles el tiempo de trabajo para garantizarles una jubilación decorosa.

Sandra fue de las que se entusiasmó con esta noticia: ella ya tenía a su favor 20 años como trabajadora por cuenta propia tributando los impuestos que establecía la Ley. Sin embargo, en la ONAT le explicaron que esa medida no tenía carácter retroactivo, de manera que si quería contar con esos años anteriores debía aportar los 60 pesos mensuales de seguridad social correspondientes a los 18 años en que había trabajado antes de que existiera la disposición oficial, que traducido en cifras equivalía a entregar al banco 12 960 pesos, en un término de tres meses naturales, porque "no está establecido que se pueda pagar de otra manera".

Sandra se resignó a mirar cómo la promesa de jubilación se esfumaba: "Si yo tuviera esos casi 13 mil pesos, ahora mismo se los daba a mi yerno para ayudarlo a construir la balsa en la que nos fuéramos todos de aquí p'al carajo. ¡Por más que lucha por mejorar su vida!, siempre acaba pisa'o".

Este año ha aparecido adicionalmente un nuevo recurso para exprimir a los cuentapropistas, bajo la figura de "sub declarantes". Se trata de un papelito deslizado bajo la rendija de la puerta de los cuentapropistas cuando "el sistema informático" establece que se ha declarado menos cantidad de ingresos anuales de los que realmente ha percibido. Dicho documento trae impresa la cifra que "el sistema" considere correcta y dicta la deuda exacta del interesado con el fisco. De no pagarla en el término establecido, le será retirada la licencia.

Ahora bien, no existe mecanismo de control alguno para establecer cuánto vende cada cuentapropista en cada caso, pero el estimado en cuestión es inapelable. Ninguno de los demandados –la totalidad de los cuentapropistas del pueblo de Sandra– conoce quién y en base a qué parámetros se establece esta "sub-declaración". A ella, por ejemplo, la han gravado con 1600 pesos por encima de lo ya tributado.

"Algunos fuimos a que nos aclararan esto, porque nunca antes había pasado. Pero en la ONAT nos dicen que ellos no saben nada, que eso lo pone 'el sistema'. ¡Les dije que claro que es 'el sistema' el que no funciona, no tenemos dudas! Pero, ¿cómo lo cambiamos?".

Y aunque Sandra no es de las que renuncia, confiesa que ya se siente agotada de esa guerra tan desigual. Ella, que tiene estudios de nivel tecnológico en economía, afirma que el trabajador por cuenta propia ni siquiera cuenta con el respaldo legal de un contrato firmado. "Cuando solicitas una licencia te dan el carné y ya. No firmas nada, no te dicen más que lo que debes tributar, nadie se compromete contigo aunque tú sí tienes la obligación de pagar en tiempo todos los impuestos que te pongan en la cantidad que ellos mismos determinen, a pesar de que el Estado no invierte un centavo ni arriesga nada. Es injusto y abusivo. ¡Y ahora resulta que también quieren obligarte a pagar sindicato, a marchar y a estar gritando consignas!"

Sandra está convencida de que todo esto responde a una estrategia gubernamental para impedir que el sector cuentapropista crezca y se consolide. Por eso tantas trabas y tanto hostigamiento. "Nosotros, los cuentapropistas, somos tan reprimidos como los opositores", bromea. Y no anda muy desacertada con esto.

Por otra parte, ni ella ni sus compañeros del gremio tienen alternativas legales, por lo que muchos están entregando sus licencias y eligiendo entre conseguir un trabajo como empleado de algún cuentapropista más próspero –quizás de los que tienen restaurantes o rentas de habitaciones para turistas extranjeros–, pasar al comercio ilícito (del que provienen muchos), o –la más radical– emigrar por cualquier vía posible y probar suerte lejos de la garantía de pobreza que tienen en la Isla.

"Por el momento, yo no voy a entregar mi licencia después de 21 años luchando. Sencillamente mantendré la fachada con la bisutería y tendré que moverme en otros negocios por la izquierda, para emparejar. Si 'esta gente' no me deja respirar trabajando, tendré que prosperar inventando. Porque si me mato trabajando lo lógico es que vea las ganancias. No merece la pena ser legal: te obligan a violar las leyes. Pero ahora ya estoy pensando seriamente que lo mejor es que me vaya con mis hijas y mi yerno. Aquí ya no queda mucho para nosotros".

Ahora, cuando vuelven a soplar vientos favorables a los inversionistas extranjeros, los cubanos emprendedores siguen siendo los excluidos de todo beneficio y tratan de sobrevivir al nuevo ciclo de supresión simulada que están sufriendo. Sandra resume la situación con una frase ilustrativa: "Cuando te entregan una licencia es como si cogieras una metralleta entre las manos. A partir de ese momento, estarás viviendo en una guerra permanente: la del Gobierno contra nosotros".

Pero en esto último Sandra se equivoca, porque la guerra del Gobierno es contra todos los cubanos.
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