martes, 15 de agosto de 2017

El maná, la escuela de Chicago y los cubanos.

Por Waldo Acebo Meireles.

Reconozcamos que el título parece ser una total incongruencia, pero les aseguro que no hay tal. Comencemos por el principio, por el maná.

Como todos, más o menos, conocemos al escaparse Moisés y su pueblo de las férreas garras del faraón de Egipto, que después lo conocimos como Antiguo, estuvieron divagando, merodeando y explorando en una pequeña región del ya de por sí pequeño Cercano Oriente, 40 años (el doble de los 20 de Gardel, que ya debió ser algo); mientras buscaban la Tierra Prometida, recibían las tablas con los Diez Mandamientos y realizaban otras actividades que en realidad no se correspondían con el pueblo elegido.

Durante esos años Dios le enviaba todas las mañanas, excepto el sábado, el maná que era algo así como un pan pero que nadie sabe exactamente que era ya que las descripciones son bastante variadas[1]. Algunas veces también le mandaba codornices.

Qué era el maná, a qué sabía, cuál era su contenido de proteínas, calcio, hierro, el abecedario de vitaminas, de fibra y colesterol, eso nadie lo sabe, aunque numerosos eruditos han dedicado años al estudio de semejante cuestión y las opiniones son de lo más variadas y sorprendentes. Pero lo importante es que el maná aparecía todas las mañanas, excepto los sábados ya lo mencionamos, y era gratis, sí, era gratis, totalmente gratis, sin ninguna obligación de comprar nada más, como dicen los anuncios de hoy en día, y ya sabemos lo que eso significa.

Casi cuatro mil años después de ese prodigio unos sesudos académicos a partir de profundas investigaciones, serias discusiones, prolongados estudios y varios premios Nobel llegaron a lo que se conoce como unos de los grandes descubrimientos de la Escuela Económica de Chicago, que expresado en pocas palabras nos dice “no free lunch”[2] , no hay almuerzo gratis.

¿Entonces qué? ¿Hubo maná gratis, o los eruditos de Chicago están equivocados? Ni lo uno ni lo otro más bien todo lo contrario. El maná, las codornices a veces, y el rocío para saciar la sed estaban asegurados mientras que el pueblo de Israel no entrara en murmuraciones, no adoraran el “becerro de oro” y otras abominaciones en que tendían a caer bastante a menudo durante el tour por el desierto que les dio Moisés. Es decir que el maná tenía un costo: total, completa, absoluta obediencia a las Tablas de la Ley y a las bastantes complicadas instrucciones sobre el culto, construcción del Tabernáculo y otros preceptos sobre un montón de cosas, incluyendo las relaciones sexuales.

Mientras que los hebreos aprendieron esa realidad hace un montón de años y los economistas hace unos 70, los cubanos que nos relacionamos con los primeros en cuanto a la diáspora, y a la búsqueda frenética de la tierra prometida, y a los segundos por lo sabichosos que somos, aún no hemos llegado al conocimiento de esta simple verdad.

Educación gratuita, medicina gratuita, libros gratuitos, espectáculos deportivos, círculos infantiles y no sé cuantas más cosas de bamba, genial. No vamos analizar aquí si la educación no es lo que debería y podría ser, si hay hacinamiento en las aulas o las escuelas están sin pizarras, y sin maestros, etc.; o si los hospitales están repuercos y sin sábanas, casi sin medicinas, anestesia, algodón, placas para rayos X, y los múltiples requerimientos necesarios para brindar una asistencia médica si no moderna, por lo menos decente.

A todo lo anterior poco a poco se le ha ido añadiendo otro maná: “Hace falta que me manden…” y aquí podemos añadir cualquier cosa desde 100 dólares, un frasco de robotussin, unos jean de marca, un iPod, hasta unos pampers. Lo que sea.

Evidentemente que los cubanos siguen creyendo en el maná y de paso ignorando las conclusiones de la escuela económica de Chicago. Durante todos estos años han creído a pie juntilla que la medicina era gratuita, por cierto que eso parecía, si tomamos en cuenta de que la visita al médico e incluso un ingreso de varios días en un hospital con una intervención quirúrgica de mayor o menor importancia no generaba ningún bill ni le pedían ningún copayment. Todo se producía sin la intervención de la palabra dinero.

Lo que queremos apuntar es que el axioma postulado por la Escuela de Chicago se ha cumplido inexorablemente en el caso cubano, que no ha habido tal gratuidad que ha existido un costo, y un costo terriblemente alto para lo obtenido a cambio: un subconsumo que nos permite casi suponer una “esclavitud asiática o comunal” para los cubanos; una pérdida de cualquier posibilidad de opción económica, de elección de qué y cuánto ya que los cubanos no compran sino se les distribuye (salvo que tenga moneda dura, entonces pueden decidir en cierta medida); un deterioro sistemático en la capacidad de convertir el esfuerzo en resultados, dicho en otra forma una disminución continuada del nivel y de la calidad de la vida.

Pero lo que los cubanos no querían —y al parecer ni quieren saber— es que aunque ellos no pagaran sacándose el billete del bolsillo, ellos pagaban con salarios deprimidos, el subconsumo generalizado refrendado legalmente como la “cuota”, una baja calidad de los servicios y otros problemillas concomitantes, ello sin considerar el mantenimiento de una burocracia parasitaria inoperante, como cualquier otra, una capa de funcionarios políticos y administrativos que no tienen que rendirle cuentas a los que en realidad pagan y esto obviando las perdidas en otros valores no materiales, pero que son importantes.

También existen costos sociales, como el hacinamiento por falta de viviendas y su secuela de problemas; la estratificación de la sociedad de forma artificial en capas que nada tiene que ver con la real contribución a la economía y la distribución de los bienes, con sus resultados, por ejemplo, de profesionales altamente calificados que buscan un acomodamiento en otro campo de actividad más lucrativo, en ocasiones más o menos ilegal, generando frustraciones y desesperanzas.

Y, lo que para mí es más grave, un profundo cambio en la psicología de todo un pueblo ahora habituado a abrir la boca y esperar que el maná le caiga del cielo, o lo que quizás es peor se han habituado a conseguir la pitanza diaria por medios considerados fraudulentos e ilegales en cualquier sociedad medianamente organizada.

Por cierto que eran, y son, bien caras esas gratuidades. Como son caros los jean de marca y otros bienes que piden a sus familiares sin saber, ni quieren saber, cuánto cuestan. ¿Qué consecuencias tiene esto? Muy serias: cuando el cubano típico se enfrenta a la realidad de un mundo en que sí se cumple abiertamente con el principio de que no hay almuerzo gratis. De pronto los intríngulis de la economía real quedan al descubierto y ese descubrimiento no resulta nada agradable, es traumático, y para muchos se convierte en unas vacaciones en alguna prisión en pago a sus malos hábitos sociales.

Pero nunca tan traumático como el llegar a comprender que ni somos el pueblo elegido, ni hay tal tierra prometida.

[1] Se encuentran referencias en midrashes judíos que el maná tenían el sabor y la apariencia de aquello que uno más deseaba, lo cual indudablemente era una gran cosa si consideramos estar 40 años comiendo lo mismo. ¡Qué maravilla para un matrimonio!

[2] Lo cual es una simplificación del acrónimo TINSTAAFL el cual es a su vez significa y es usado en lugar de There Is No Such Thing As A Free Lunch.
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