martes, 15 de agosto de 2017

La última mentira de Fidel Castro … y algunas falsedades más.

Por Alejandro González Acosta.

Mentir fue para el fallecido dictador una temprana vocación. Sobran los ejemplos. Pero -el colmo de los colmos- también mintió hasta el último momento en algo tan elemental como SU FECHA DE NACIMIENTO.

En realidad, no nació en 1926, sino en 1927, como se ha demostrado y él mismo aceptó tácitamente en entrevista con Barbara Walters en 1977 (“de las dos fechas -1926 y 1927-, me quedo con la peor” -es decir, 1926- le dijo a la periodista norteamericana cuando le preguntó sobre el tema). Sus propias hermanas, Juana y Emma, así lo afirmaron en la entrevista que les realizaron en El Diario, de New York, en abril de 1957.[1] Más tarde, en enero de 1959, la propia madre, Doña Lina Ruz y su hermana mayor, Ángela, reiteraron la fecha, que es la aceptada por Gerardo Rodríguez Morejón y la cual documenta después con prolijidad Brian Latell en su Después de Fidel (1ª Edición: New York, Palgrave MacMillan, 2005. 1ª en español: Bogotá, Editorial Norma, 2006). Así pues, con el testimonio expreso y definitivo de su propia madre, no puede subsistir ninguna duda razonable de que, en efecto, Fidel Castro nació el 13 de agosto de 1927.

Y como Fidel “Alejandro”, en realidad “nació” el 11 de diciembre de 1943, cuando el Dr. Armando Ramírez Sigas, Juez del Registro Civil Municipal del Ayuntamiento de Cueto -cerca de Birán- legalizó el acta de inscripción donde el padre, Don Ángel, reconocía finalmente como su hijo al joven que ya contaba entonces 17 años.[2]

Se dirá: ¿qué diferencia puede haber entre una y otra fecha? Mucha: cuando irrumpe en La Habana el 8 de enero de 1959, la mayor parte de la prensa insistió en “los 33” años que tenía Castro (en realidad, 32 cumplidos, si aceptamos la falsa fecha de 1926, y con absoluta certeza sólo 31 años) en explícito paralelo bíblico con Jesús de Nazaret. Igual que Cristo, esa entrada en la “Jerusalén de los Fariseos” para purificarlos con su espada flamígera, indicaba que “arrojaría a los mercaderes del Templo”, de esa odiada Habana-Babilonia, urbe de todos los pecados y degeneraciones crapulosas, desde entonces hasta hoy, y que Amir Valle ha reseñado tan admirablemente: iba a suplantar la capital del documental PM (de Sabá Cabrera Infante) y la de la novela TTT del “Infante difunto”, por la de Moscú no cree en lágrimas. Esta similitud fue aprovechada, entre otros, por el entonces aún cercano y activo Carlos Franqui, en su Libro de los Doce, pero no fue el único. Blancas palomas amaestradas posadas en el hombro, imágenes aureoladas, y frases ditirámbicas como las de José Pardo Llada, contribuyeron para crear un nimbo ultraterrenal alrededor de la figura del caudillo triunfante.

Esta “confusión” con su fecha de nacimiento la comparte con otro personaje muy afín: Ernesto Guevara de la Serna, quien realmente nació -por la propia declaración de los padres- el 14 de mayo, y no un mes después, como se sigue afirmando oficialmente, para formar el útil paralelo con Antonio Maceo Grajales. Por otra parte, su lugar de nacimiento también está alterado. Estos dos hombres tienen además ambos una juventud violenta y agresiva, así como cuestionables hábitos de higiene personal, según múltiples testimonios de amigos muy cercanos. Los compañeros adolescentes de Castro lo conocían como “Bola de churre” y “El Loco”, y los de Guevara lo llamaban “El Chancho” (cerdo) y “El Fúser” (por “El Furibundo Serna”). Resultaron muy similares en otros aspectos, pues también padecían una irrefrenable pasión en común (el odio une más que el amor): la visceral animadversión, absoluta e invencible, contra los Estados Unidos de América. Digamos que estaban hechos el uno para el otro. Y queda quizá para la reflexión freudiana el hecho comprobado de que ambos fueron concebidos fuera del matrimonio legal. En el caso de Guevara, los padres lo solucionaron casándose de inmediato y alterando la fecha oficial de nacimiento, y en el de Castro, con un arreglo muy posterior.

Así, pues, al morir, NO TENÍA 90 años, como tanto se dijo, publicó y celebró, sino 89. Quizá el repetitivo festejo nacional que se realizó al respecto fue porque la cúpula del poder en el Gobierno cubano sabía bien que no llegaría a la fecha ansiada. El dato puede parecer irrelevante, pero no lo creo así: entre sus aplaudidores se trató de “la última victoria del Comandante Invicto”, llegar a las nueve décadas de vida. Mas, como vemos, también mintió en esto.

Todo lo que tenía -y tiene- que ver con él, se ha tratado oficialmente como Secreto de Estado. Cuba es quizá el único país del mundo (aunque sospecho que Corea del Norte también), donde revelar algún detalle sobre la salud del mandatario es considerado un delito grave y fuertemente castigado, por UNA LEY VIGENTE: ni en los imperios más represivos de la Historia se ha aplicado nada semejante. A esta altura del día de hoy, como prueba de lo anterior, no se conoce todavía la causa oficial de su muerte, ni su certificado de defunción. El discreto galeno español que hace años le salvó la vida después de las torpezas propias del paciente autoerigido como especialista y de sus obedientes médicos cubanos, ha guardado un circunspecto silencio muy propio de un profesional serio y ético.

¿Habrán conservado algunos órganos del difunto -el cerebro, como Einstein, o el corazón, como Chopin- para darle otro destino? No se sabe. ¿Habrán metido el cuerpo desnudo al crematorio o vestido con su uniforme? Se desconoce. Es más ¿alguien vio el cadáver expuesto a la devoción pública? El obediente pueblo sólo desfiló -después de varias horas de fila bajo el sol calcinante- delante de una colección de medallas y condecoraciones, pero ni siquiera merecieron la íntima satisfacción de poderlo ver, muerto al fin. El desprecio que indica esa disposición segregatoria, es una prueba más de lo que realmente siente ese “gobierno” por sus infelices súbditos.

Pero su misterio lo persigue más allá de la tumba: muchos hablan de las “cenizas” del extinto, aunque dudo que sea exactamente así, por un problema técnico. Cuando se crema a una persona, el proceso tiene dos fases: una primera, en la cual se somete al cadáver a una fuerte temperatura (870 - 1.100º C) que destruye todos los tejidos blandos, y se eliminan los líquidos corporales, y una segunda etapa, cuando los diversos restos sólidos óseos resultantes se procesan mecánicamente mediante el cremulador, donde SE TRITURAN para, ahí sí, convertirlos en una especie de arena con vestigios diminutos y que no pueden ser más pulverizados.

Supongo, porque no hay forma de saberlo por el momento, pues la “ceremonia” fue a puertas cerradas y sospecho que ni sus familiares más cercanos estuvieron presentes, que fue el propio Raúl a quien se le encargó oprimir el botón de encendido del horno para cremar el cuerpo de su hermano. Nadie se habría atrevido a hacerlo, sino él, su heredero dinástico, y no iban a delegar ese trabajo en un empleado funerario cualquiera, quien después pudiera brindar su testimonio (y quizá hasta experimentar un íntimo placer por el acto). Lo habrán dejado solo con el cadáver en ese momento y nunca sabremos cómo fue esa “despedida” entre hermanos, si le dijo algo en el último instante antes de cremarlo, si le reprochó tantos años de sumisión y atropellos, finalmente con la impunidad de saberlo ya muerto … Sólo el más cercano de sus hermanos, su incondicional doppelganger, podía ejecutar el sacrilegio de destruir sus custodiados restos, la última reliquia venerada, y dudo mucho que se haya realizado la segunda parte del proceso, la trituración despiadada.

Breve digresión:

Por otra parte, dentro de tantos misterios, antes de ese óbito inevitable ¿cuáles habrán sido sus últimas palabras, las frases postreras de un hombre que habló tanto, pero tanto, que en eso se le fue toda la vida, sin parar? La Historia conserva muchas de esas que pronunciaron los grandes personajes antes de enfrentarse con el Gran Misterio, y las cuales apoyan su legado y su leyenda, pero nada se sabe de la despedida de Fidel Castro…

¿Habrán sido, como las de su gran amigo Hugo Chávez Frías, fallecido poco antes, preso del terror: “¡Yo no quiero morir! ¡Por favor, no me dejen morir!”? ¿O habrá terminado con un mutismo absoluto, en un estado tan vegetal como su ídolo Lenin, evidenciado en la foto implacable de Máximo Gorki, quien así se cobró sus numerosos y profundos terrores? ¿O quizá haya recordado la profecía de su admirado Alejandro Magno al morir: “Mis funerales serán sangrientos”?

Y luego vino ese duelo paquidérmico de nueve días, con un novenario luctuoso y patriótico, que aspiró a ser solemne y resultó tan pedestre, carente de la grandeza de los auténticos gigantes, después de haberle hurtado y negado su adoración al pueblo sufriente, subido en un prehistórico armón soviético, el cual se encangrejó (todo un símbolo del sistema que implantó en el país), justo en la entrada de la misma ciudad donde 63 años antes “se perdió”, para no llegar a la cita del sacrificio suicida que él mismo había convocado temerariamente (para sus seguidores), en una peregrinación fantasmal como de otra Juana la Loca por toda la isla (que, inicialmente se llamó así, justicia poética, Isla de Juana[3]). ¿Y ese patético y masivo “juramento forzado”, Jura de Santa Gadea caribeña, “profesión de falsa Fe”, con el cual se pretendió vencer a La Invencible, La Muerte, esa sí, invictísima?

Qué lejano estaba Raúl, envarado y balbuciente, con la voz más rasposa que de costumbre, quizá por el ronazo que se echó al coleto para agarrar fuerza, al soltar por la televisión cubana la luctuosa noticia, de aquella pieza magistral cuando el elegante Georges Pompidou dio a conocer a su pueblo que el gran líder que los llevó a luchar por la victoria se había ido: “Francesas, franceses: el General De Gaulle ha muerto. Francia es viuda”. Sólo 11 palabras, precisas, perfectas, que lo dicen todo. Esta sí es una despedida de altura.

(La verdad, estos franceses… desde Napoleón El Grande no ganan sus guerras, pero debemos reconocer que son muy buenos para los discursos y las frases…)

Pero, “volviendo a los conejos de España”:

También dudo mucho que el cuerpo del occiso haya sido sometido a la segunda etapa de destrucción, y el más fuerte indicio lo ofrece el mismo tamaño de la caja depositada en el feo mogote que tuvieron el mal gusto de colocar cerca del Monumento Nacional a José Martí en Santa Ifigenia. Si hubieran sido “cenizas” ocuparían un espacio mucho menor que el cajón allí metido. Por las dimensiones visibles de la caja (calculo -a ojo de buen cubero- de unos 40 por 30 centímetros), que dista de ser una urna pequeña como es lo usual, y cabe la posibilidad que quizá hayan decidido incluir en ella su inseparable pistola, sus insignias de Comandante en Jefe, una bandera cubana (quizá otra del Movimiento 26 de julio), o algún otro amuleto, pues es muy conocida la vocación fetichista de ese régimen: a pesar de su ateísmo confeso y militante, el “culto a los mártires y las reliquias” que han mostrado en casi 60 años, rebasa la religiosidad fanática de Felipe II, y muestra una de las caras más grotescas y contradictorias de semejante engendro. Con impudicia e incongruencia, se ha publicado oficialmente que “Fidel trascendió a una dimensión superior” y, para colmo, su luto oficial fue de 9 días, los cuales se corresponden con el Novenario que prescribe el Rito Católico Romano, aunque en las ceremonias fúnebres de griegos y romanos, las novenas eran “para aplacar a los dioses” molestos. Quizá, además, no hay que desecharlo, fue para que así coincidiera el depósito de sus restos justamente el día 4 de Diciembre (también, la fecha de nacimiento de su padre, Don Ángel, según su propia e insistente declaración, aunque en la inscripción oficial aparecía el 5, pero de este modo era la misma de ¡Francisco Franco Baamonde!: cuántas semejanzas…), cuando se festeja en Cuba a Santa Bárbara, que en el sincretismo afrocubano se identifica con la guerrera deidad andrógina Shangó. Así se complació -y cumplió- lo mismo con los católicos que con los babalawos: perfecto.

Por cierto, hablando de “restos gloriosos”, recuerdo como si fuera ahora la expresión de doloroso espanto de mi amigo, el anciano pero muy vital aún ingeniero Don Ernesto Guevara Lynch, cuando me comentó haberse enterado por la televisión (como toda su familia), de la inconsulta y sumamente indelicada decisión -más bien ocurrencia macabra y necrofílica- de Castro, para colocar en exhibición permanente las manos cercenadas de su hijo, brotando de las mangas de su uniforme guerrillero, en un tétrico mausoleo, a falta todavía de los restos que, según afirman, llevaron a Cuba muchos años después. Esta obsesión fúnebre del castrismo quizá fue la que inspiró a cierto juvenil trovador entonces -aunque lo niegue ahora- aquella imagen memorable de “en su viejo gobierno, de difuntos y flores…”.

Ante tanto secreto y confusión, cabe también preguntarse: ¿habrá muerto realmente a las 10:29 de la noche del 25 de noviembre de 2016, según afirmó oficialmente su hermano y heredero? Su última “aparición” fue el 15 de noviembre, cuando lo visitó en su casa Tran Dai Quang, presidente de Viet Nam, y ya se apreciaba visible e inocultablemente muy deteriorado. A partir de ahí, sobrevino el silencio total. Hasta que cerca de la medianoche del mismo viernes 25 de noviembre, “compareció” (espantoso verbo policíaco) su hermano Raúl en la televisión cubana, para declarar que había fallecido Fidel, es decir, poco más de una hora después del suceso, lo cual, sencillamente, teniendo en cuenta la forma operativa de ese régimen, no resulta creíble, por su tradicional secretismo y la acostumbrada manipulación del mismo.

En un sistema teocrático-militar como es el castrista, estos aspectos simbólicos adquieren un valor muy alto, y suelen manipularse los informes de acuerdo con las conveniencias políticas. Como ejemplos, están los suicidios de Haydée Santamaría Cuadrado (el 26 de Julio de 1980, pero oficialmente dos días después), y el de Osvaldo Dorticós Torrado, apenas tres años después de la heroína del Moncada, y ya destituido hacía tiempo como “presidente”, mas entonces aún titular del Ministerio de Justicia, luego de haber recibido una fuerte y ofensiva reprensión pública del propio Fidel Castro, el cual se atribuyó en la declaración de Estado a “una severa depresión por la muerte de su esposa (ocurrida un año antes) y fuertes dolores de espalda”. Y también sobre la misma muerte de Hugo Chávez Frías, subsisten fuertes dudas si fue en el día y el lugar que se ha declarado oficialmente.

Como en todo lo demás, eligieron cuidadosa y previamente el momento exacto para dar la noticia: un viernes, ya tarde en la noche, cuando la mayor parte de los corresponsales y las agencias de noticias se dedican a disfrutar su fin de semana, y el pueblo agotado se dispone a descansar. Tengo una duda: ¿y si la muerte fue mucho antes? Hay diez días de silencio y vacío entre la última “visión” con el vietnamita y la noticia mortuoria.

Sería una irónica coincidencia (obviamente esto es una especulación mía, a falta de datos oficiales), una terrible broma del destino, que hubiera muerto -en cuanto a su ya precaria actividad cerebral, no a sus signos vitales- en realidad, cinco días antes, el 20 de noviembre, el mismo día cuando falleció su admirado José Antonio Primo de Rivera (fusilado por los republicanos en 1936, a los 33 años), lectura predilecta de su juventud, y también fecha luctuosa de su amistoso y tolerante colega Francisco Franco Baamonde (1975), cuando él decretó tres días de luto oficial, gesto que no tuvo al morir Mao Tse Tung. Se sabe bien que no es imposible, para la medicina actual, prolongar la vida de alguien, aunque sea vegetativa, el tiempo que resulte necesario y útil para una causa.

Cuando Raúl Castro soltó la noticia del acontecimiento sin dudas más esperado de los últimos 60 años (desde mucho tiempo antes los principales diarios del mundo tenían preparado su obituario, reservando nada más la hora final), hacía un buen rato que todos los implicados estaban advertidos, y ubicados en sus respectivos sitios asignados, para mantener el control absoluto de la situación, ante el lógico temor de un estallido de alegría popular en la Isla. En realidad, lo que aconteció entonces fue un silencio mortal, pues nadie se atrevió en los primeros momentos a salir de sus casas, ni siquiera para expresar tristeza o llanto. Eso vino después, organizada y mediáticamente, pero ya era muy tarde para la auténtica espontaneidad. La estupefacción y el temor fueron evidentemente los sentimientos iniciales. El dolor, cuando es real, no paraliza, sino moviliza. El llanto, si es sincero, no se contiene: se desborda. Y en ese momento inicial no hubo tal, ni en uno ni en otro caso.

De todos modos, ya bastante simbólico fue que, según la misma versión oficial, haya muerto recién pasado el Thankgiving Day, en pleno Black Friday, la apoteosis del capitalismo consumista más desenfrenado, y también un día igual a cuando fue rescatado de las aguas, cual nuevo Moisés, escoltado por delfines y con una llanta a falta de cuna, el balserito del conflicto, Eliancito, sino, peor aún, cuando nació su antípoda, y al mismo tiempo su tan controvertido contrincante: Augusto Pinochet Ugarte. El alfa y la omega: ojalá esas fechas coincidentes cierren finalmente ese círculo perverso y destructivo en nuestro continente.

Así, pues, en el basto monumento pétreo que le sirve de última morada (mas no de reposo), con una afrentosa cercanía al Monumento Nacional a José Martí en el Cementerio de Santa Ifigenia, se deben encontrar todavía, entre varios restos más, el cráneo y otros huesos del cuerpo de quien en vida fue, para mal de tantos cubanos, “Fidel Alejandro Castro Ruz”, o “Fidel Casiano Ruz González”, o “Fidel Hipólito Ruz González”… AKA: Fidel Castro Ruz (1927-2016).

En un cementerio español hace muchos años vi un curioso epitafio: “Aquí yaces, y yaces bien. Tú descansas: yo también”.

[1] Así lo consignó su primer biógrafo, el hoy olvidado Gerardo Rodríguez Morejón, y lo ha comentado con mayor amplitud Mario L. Beira, “Fidel Castro Ruz: un estudio psicoanalítico” (2007), que puede consultarse en la red, el cual apareció primero como “Introducción” al libro de Julia Miranda, Diario para Uchiram (Cuba 1962-1969), (Madrid, Verbum, 2008), y luego ya como libro independiente en Rodopi Publishers (Amsterdam, 2009).

[2] Véase, en el libro de Latell, las páginas 100 a 102. El autor se refiere a los descubrimientos documentales realizados por el biógrafo francés Serge Raffy: Castro, El Desleal. Madrid, Santillana Ediciones, 2004. (1ª edición en francés: Castro L’Infidele. París, Fayard, 2003). 672 pp. Este dato lo acepta incluso la hagiógrafa oficialista Katiuska Blanco en su laudatorio Todo el tiempo de los cedros. La Habana, Editorial Abril, 2003. Pero la propaganda oficial insiste en recalcar que murió con 90 años cumplidos, como su postrera victoria.

[3] Algunos otros historiadores señalan que fue por el Infante Juan, Príncipe de Viana, primogénito de los Reyes Católicos, quien murió muy tempranamente, justicia poética, según la tradición también por un “accidente de tránsito”: se cayó de su caballo al bajar la cuesta del hoy Campo del Príncipe en Granada.
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