sábado, 19 de agosto de 2017

Lezama Lima y el 26 de julio.

Por Ernesto Menéndez-Conde.

La lectura de Lezama Lima es siempre desafiante. Sus oscuridades son a menudo ambivalentes y la claridad, cuando existe, es frecuentemente engañosa, como un señuelo que invita a vislumbrar lo hermético. Los textos lezamianos eluden lecturas unívocas  y en ocasiones subvierten lo que aparentan afirmar. En lo que sigue haré una interpretación del conocido ensayo “26 de julio: imagen y posibilidad”, usualmente aceptado como un texto laudatorio de la Revolución Cubana. Lezama Lima propone unas ambivalencias que es preciso interrogar. En particular su empleo de la oposición semántica entre ‘posibilidad’ e ‘imposibilidad’ y su cita al héroe mítico griego Anfión, permiten sostener que las ambivalencias del texto se deben a que el poeta habla desde dos momentos distintos. Primeramente lo que representó el asalto al Cuartel Moncada en el pasado (antes y a comienzos de la Revolución). El 26 de julio, escribe Lezama usando los verbos en el pretérito, “no fue un fracaso, fue una prueba decisiva”. Más adelante habla desde el presente (“el 26 de julio significa para mí”). Este antes y este ahora son esenciales para aproximarse al texto. Sirven también para releer sus ensayos de 1960. Entre “Desde la poesía”-donde el proceso iniciado en 1959 había inaugurado una era imaginaria- y “26 de julio: Imagen y posibilidad”, se interponen ocho años, durante los cuales el entusiasmo del poeta devino en distanciamiento y en escepticismo. Las posiciones de Lezama hacia la Revolución Cubana cambiaron ya antes de 1961, si creemos en el testimonio de su hermana Eloísa.[1] Sin embargo, las severidades de la política cultural posiblemente hicieran que el autor de Paradiso no encontrase otra alternativa que expresar su descontento por medio de un lenguaje hermético y ambivalente. Dicho lenguaje no solo era uno de los pocos subterfugios desde los cuales era posible burlar la censura y el que caracterizaba la producción literaria lezamiana, sino también un modo de redactar un panegírico que a su vez pudiese leerse, si se revisaba con algún detenimiento, como una expresión de inconformidad. No es tampoco improbable que Lezama hubiese querido protegerse de inquisidores -no faltaron en la segunda mitad de la década de 1960- que escudriñaran sus textos, con la intención de encontrar críticas o burlas ocultas. De ser así, el poeta podría habérselas ingeniado para que las ambivalencias quedasen aparentemente despejadas si se revisaban sus ensayos anteriores. El diálogo entre los dos escritos de 1960 (“Desde la poesía” y “Se invoca al Ángel de la Jiribilla”) y el de 1968, es innegable, hasta el punto de que ambos textos contribuyen a un desciframiento, tal vez aparente, de “26 de julio: imagen y posibilidad”. Intentaré argumentar que, en una especie de nueva vuelta de tuerca, el tiempo verbal, con su alusión al ahora, a la realidad vigente, termina por expresar el malestar del poeta. Convengo de antemano en que se trata de una maniobra de lectura un tanto laberíntica, pero no incompatible con las complejidades que plantean los textos lezamianos.[2]

La idea central que “26 de julio: Imagen y posibilidad” pudo haber sido largamente meditada por el poeta. Una lectura, así sea superficial, de la correspondencia con su hermana, permite apreciar que Lezama sospechaba que sus cartas eran leídas por las autoridades cubanas. De todos modos, en septiembre de 1963, el escritor se atrevió a lanzar una de sus más severas quejas contra el gobierno: “si no hay libertad no hay posibilidad, no hay imagen, no hay poesía’. Aquí se encuentra el germen del ensayo que publicaría cinco años más tarde.

Para el Lezama de “26 de julio”, la imagen albergaba la posibilidad y gracias a eso poseía la capacidad de ascender a la historia. Pero solo cuando la imagen estaba apegada a la muerte y al sufrimiento, el hombre conseguía iluminar la posibilidad hasta insertarla en los procesos históricos, del mismo modo que Odiseo, un ser viviente entre los difuntos, ascendía hacia la luz, siguiendo los ruegos de su madre muerta. El cubano había perdido su fe en los símbolos de la  nación. El 26 de julio había avivado sus ideales. Gracias al asalto al Cuartel Moncada, una nación frustrada había recuperado su destino histórico. Los jóvenes que atacaron la ‘fortaleza maldita’ entendieron aquella acción como un modo en que Martí -un preñador de la imagen de lo cubano- creaba una realidad por medio de la imagen. El 26 de julio tuvo el propósito de redimir el ideario martiano, malogrado por su muerte y por la injerencia norteamericana. Sin embargo, el 26 de julio fue un intento fallido, que finalmente cedió ante “la jabalina de oro de la posibilidad”.[3]

El fracaso abría un nuevo momento: la prueba del laberinto. Lezama Lima culminó su texto con la siguiente frase:
El 26 de julio significa para mí, como para muchísimos cubanos tentados por la posibilidad, la imagen y el laberinto, una disposición para llevar la imposibilidad a la asimilación histórica, para traer la imagen como un potencial frente a la irascibilidad del fuego, y un laberinto que vuelve a oír al nuevo Anfión y se derrumba.
Aquí tendríamos una triada. El cubano tentado por la posibilidad (es decir, el hombre que, al igual que Martí, lucha porque la imagen ascienda a la historia), el tentado por la imagen (el poeta, aquel ‘apesadumbrado fantasma de las nadas conjeturales’) y el tentado por el laberinto (por la necesidad de tomar decisiones acertadas, como comentaré más adelante), apuntan hacia tres figuras distintas, si bien pudieran ser la misma persona: el revolucionario, el poeta y el buen político. Para cada uno de estos sujetos el 26 de julio significa algo diferente. Convendría parafrasear y segmentar la oración.

1. Para el tentado por la posibilidad -el revolucionario que lucha por realizar los ideales nacionales- el 26 de julio significa la disposición a “llevar la imposibilidad a la asimilación histórica”
2. Para el tentado por la imagen (el poeta), el 26 de julio es la disposición a “traer la imagen como un potencial frente a la irascibilidad del fuego”.
3. Para el tentado por el laberinto (el político sabio) el 26 de julio es el momento en que el laberinto “vuelve a oír al nuevo Anfión y se derrumba.”
Al comienzo del texto Lezama ha dicho que la imagen era la causa secreta de la historia. Su ‘hipótesis y su ‘fuerza operante’ eran la posibilidad. ¿Por qué ahora eso de “llevar la imposibilidad a la historia”? Interrogado sobre cómo la Revolución mejoró la cultura, Lezama comenzó por negar que la revolución fuese un proceso estático. No era una forma sino un devenir. Esta aclaración le dio pie para definir una revolución -en sentido genérico y no necesariamente el presente cubano- como unas “imposibilidades que se rinden ante posibilidades”. Es decir, las posibilidades conseguían abrirse paso, venciendo lo imposible.  La imposibilidad no es ninguna forma de idealismo más o menos romántico e inalcanzable, sino una aspiración frustrada, que ha dejado de ser posible. Si en 1960, la Revolución Cubana había sido una posibilidad infinita, en 1968, el 26 de julio era una disposición a la imposibilidad, que ya no tenía nada que ver con un proceso revolucionario.

En 1960, Lezama -tentado por la posibilidad- creía que la Revolución Cubana había traído nuevamente el espíritu de una “pobreza irradiante, del pobre sobreabundante por los dones del espíritu” (Confluencias, 398). La Revolución inauguraba la era imaginaria de la posibilidad infinita. Luego de un momento de un falso esplendor republicano, se asistía a una vuelta a la pobreza creadora, como la que había existido en el siglo XIX cubano y que era intrínseca al proceso ascensional de la nación. Sin embargo, el ensayo “Se invoca al Ángel de la Jiribilla” culmina con una súplica desesperada ante el temor de que el proyecto revolucionario, tal y como él lo interpretó, quedara como un imposible. Su invocación al Ángel de la Jiribilla es más bien angustiosa. Después de afirmar “Mostramos la mayor cantidad de luz que puede, hoy por hoy, mostrar un pueblo sobre la tierra.”, su invocación adquiere un giro dramático, se convierte en una súplica para que la posibilidad infinita pudiese imponerse, en vistas de su inminente fracaso: “Ángel de la Jiribilla, ruega por nosotros. Y sonríe. Obliga a que suceda.” Le pide que proteja la posibilidad infinita, evidentemente en peligro de no cumplirse. Le implora que repita la  frase: “lo imposible, al actuar sobre lo posible, engendra un posible en la infinidad”, como si fuese un mantra, una guía que era preciso no perder de vista. Lezama, simpatizante de la Revolución, ya parece advertir en “Se invoca al Ángel de la Jiribilla”, que su sueño de la posibilidad infinita tiene pocas oportunidades de lograrse. Más bien parece decir que solo una voluntad angelical -ingenua, tal vez- podría conseguir que se impusiera esa visión. La única certeza que todavía conserva Lezama sobre el advenimiento de una era imaginaria, es la de lo imposible.

“Ahora, ya sabemos que la única certeza se engendra en lo que nos rebasa. Y que el icárico intento de lo imposible es la única seguridad que se puede alcanzar, donde tú tienes que estar ahora”, Ángel de la Jiribilla. (Confluencias, 100)

Quienes quisiesen ver en “26 de julio: imagen y posibilidad” una celebración de la Revolución Cubana podrían citar la línea final de este breve ensayo. Aquí tendríamos, en el texto de 1960, “esa disposición a llevar la imposibilidad a la asimilación histórica”. El inquisidor habría encontrado una respuesta satisfactoria a la frase medio ‘sospechosa’. Lezama, aunque mintiese o exagerara, hacía la apología de la Revolución. El poeta hermético celebraba la utopía como mismo lo había hecho antes. Sin embargo, es preciso advertir dos cosas. En “Se invoca al Ángel de la Jiribilla”, lo que resulta imposible, en enero de 1960, es que la revolución llegue al momento de la “posibilidad infinita”. En ese sentido, “Se invoca al Ángel de la Jiribilla”  funciona como un epílogo a su ensayo “Desde la poesía”. En segundo lugar, si volvemos a “26 de julio: imagen y posibilidad” el tiempo verbal en el presente tiende una nueva trampa, que corrobora el escepticismo que había expresado en su imploración de 1960. El  “significa” en el presente, sugiere que todavía en 1968, tres lustros después del asalto al Cuartel Moncada, el intento icárico de lo imposible no había logrado realizarse. No había dejado de ser más que una disposición. El 26 de julio no condujo a que la imagen, como posibilidad infinita, encarnase en la historia. El icárico intento, el sueño del vuelo, estaba necesariamente ligado a la imagen. En otro ensayo de 1968, observó que la potencia (lo terrenal) necesitaba la apoyatura de lo celestial y la Imagen era el vínculo entre lo telúrico y lo estelar. "Si la potencia actuase sin la Imagen,- escribe Lezama- sería tan solo un acto autodestructivo y sin participación". (Confluencias, 420). Si el 26 de julio había quedado solamente como una disposición, sin haber arribado a la Posibilidad infinita, ¿era entonces el gobierno cubano una potencia que había actuado -y que todavía actuaba- sin la imagen?

Para el poeta -el tentado por la imagen- el 26 de julio significaba la disposición a “traer la imagen como un potencial frente a la irascibilidad del fuego”. En las palabras del jurado que le concedió el premio UNEAC de poesía a Heberto Padilla -cuya autoría, al menos en parte, habría que atribuirle a Lezama Lima- se elogia la ‘actitud crítica ante la historia’. Padilla adoptaba una actitud que era común al poeta y al revolucionario: la del inconforme, el que “aspira más porque su deseo lo lanza más allá de la realidad vigente”. La irascibilidad del fuego podría entenderse como esa realidad vigente, que el poeta persigue superar, por medio de la imagen.

Finalmente el laberinto. Es, dentro del texto lezamiano, el fragmento que puede identificarse con más facilidad, debido a las referencias intertextuales muy específicas que proporciona el autor. Los ex libris de uno de los grandes prosistas de nuestra lengua son alusiones a dos viñetas del libro Relaciones de Antonio Pérez. El centauro barbudo -el propio Pérez, encarcelado, acusado de cometer un crimen- derriba el laberinto. Deja de contemplar un estado de cosas injusto, dice ‘hasta aquí’ y consigue destruir los muros que lo aprisionan. El acto de cruzar los labios con el dedo índice es un ademán de prudencia, y anticipa que, después de deshacer el laberinto se habrán, de tomar decisiones sabias. Con anterioridad el poeta había observado, con fascinación, que Martí leyó al político español. Propuso un parentesco entre el poeta cubano y el cortesano del siglo XVI, a quien Baltazar Gracián había llamado Anfión, como una manera de celebrar su elocuencia.

Anfión es un héroe mítico griego, comparable a Orfeo. Hermes le había regalado una lira. A diferencia de su hermano Zeto, quien había tenido que trabajar duramente para construir los muros de Tebas, los sonidos de la lira de Anfión ejercían un poder tan persuasivo que las piedras, obedeciendo a las notas musicales, se alineaban para erigir la muralla. El nuevo Anfión -tal vez distinto al que mencionara Gracián- podría verse como una imagen de Fidel Castro, cuya elocuencia conseguía cautivar a las multitudes (no hay que descartar que Lezama viese, burlonamente, un parecido visual entre el Centauro y el dirigente cubano pronunciando uno de sus discursos). Sin embargo, la historia del héroe tebano tiene un desenlace trágico. Apolo y Artemisa asesinan a sus hijos, como un castigo a las burlas de su esposa Nióbe, quien afirmó haber procreado más que la diosa Leto. Anfión, dominado por la hybris trató de destruir el templo de Apolo. Si uno se atiene al mito de la Antigüedad, la hybris de Anfión es “una irascibilidad del fuego”. El héroe tebano encarna dos momentos distintos: la elocuencia -la lira es un instrumento apolíneo- y la soberbia. Lezama citó a Anfión con frecuencia a lo largo de su obra. Era uno de sus personajes griegos predilectos. Difícilmente no hubiese reparado en aquella dualidad.

Lezama se cuidaba las espaldas. Si un funcionario lo hubiese interrogado habría podido responderle que el laberinto era una cita a Antonio Pérez, a quien el propio Lezama había comparado con José Martí, y el nuevo Anfión, podría ser Fidel Castro, un continuador de aquella tradición revolucionaria Martí. El laberinto que se derrumbaba era la Revolución triunfante, que vendría a liberar al pueblo cubano. Pero no quedaba del todo claro si el Centauro barbudo que cruzaba su dedo sobre los labios y tomaba decisiones correctas, luego se transformaría en un nuevo Anfión, en el político soberbio que quiso destruir el templo de la divinidad. El adjetivo ‘nuevo’, por el contrario, podría sugerir que se trata de un personaje distinto al que el propio Lezama había citado en “Se invoca al Ángel de la Jiribilla”.


[1] Lezama Lima, Eloísa. Una familia habanera.  Miami: Ediciones Univesal, 1998: 94.
[2] En una entrevista con Ciro Bianchi Ross, el poeta afirmó:
En Orígenes, por ejemplo, hay varias notas que demuestran nuestra señal de inconformidad, de estar alertas ante la situación del país. Y quien lea atentamente mi poesía verá cosas que, si bien no están en la superficie, están de todas maneras y constituyen un grito de nuestra generación en defensa de nuestra identidad cultural, en contra de la desintegración y frustración política del país.
Lezama Lima, José. Diarios (compilación y notas Ciro Bianchi Ross). La Habana: Ediciones UNION: 145.
Es preciso notar que Lezama habla de dos cosas distintas, las notas que aparecieron en Orígenes  y su poesía -incluidos los versos que escribió después de 1959. De modo que su queja contra frustración política y la desintegración del país no debieran limitarse solo a los libros anteriores al triunfo de la Revolución. Se impone, indudablemente, revisar sus textos en busca de aquellas alusiones, difíciles de desentrañar, en libros como Dador y Fragmentos a su imán.
[3] Leído en relación con “Desde la poesía” la jabalina de oro de la posibilidad podría entenderse como una imagen de la falsa opulencia que, según Lezama, habría caracterizado al período republicano.
En Las metamorfosis de Ovidio encontramos la jabalina de oro, un regalo de Febo Apolo a su amigo Cipariso. Este último la utiliza en las cacerías. Sin embargo, por un equívoco -creyendo dispararle a una presa cualquiera- Cipariso mata a su querido ciervo. Cabe conjeturar que la jabalina de oro es, por lo tanto, una metáfora del destino fatídico y autodestructiva, comparable a la decisión de Cipariso, que cree matar a una presa que habría de proporcionarle beneficios y termina por aniquilar una posesión querida.
En la novela, Paradiso, sin embargo, Foción recita los siguientes versos:
Pero no se adelanta frente al jabato
¿No es el dueño de la jabalina de oro?
La jabalina de oro, en este caso, es una imagen fálica, un atributo de lo masculino. Pero este uso metafórico no parece tener una relación muy directa con la imagen que encontramos en el ensayo de 1968.
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